No nos escandalice el título. ¿Puede tener Dios ira? No es la ira un defecto humano desagradable y sospechoso, propio de un hombre embebido en su propio yo y soberbio de sí mismo. ¿Puede Dios tener ira? Aún más ¿no contrasta totalmente la ira con la mansedumbre manifestada por Jesús a lo largo de su camino entre nosotros?
El evangelio de hoy nos muestra con claridad una escena en la que Jesús, haciendo un cordel a forma de látigo echa a los mercaderes del templo. No es una actitud apacible realmente. Es una actitud de fuerza. ¿Cómo compaginar el látigo con las bienaventuranzas?
El látigo es un gesto profético con el que Jesús no sólo se enfrenta a los mercaderes que han hecho de la casa de Dios un mercado de sus propios intereses, sino que denuncia una de las estructuras más poderosas y sagradas del judaísmo. Jesús levanta su mano y su azote no sólo contra los profanadores de aquel templo, hecho por obra de las manos del hombre y enriquecido por el dinero de los reyes, sino contra todos los profanadores de los verdaderos templos, que son los hijos de Dios. El látigo es una denuncia de la mentira, de la opresión de los más débiles, de la sordera a la auténtica palabra de Dios, de los falsos ídolos que acapara el interés de tantos para no tener que comprometerse con la auténtica exigencia del Evangelio.
Aquel templo se había convertido en un signo de idolatría: contra todas las limitaciones y perversiones de la religión, Jesús levanta su látigo.
Pero Jesús aprovecha para dejar una enseñanza clara: no sólo quiere purificar el templo material, sino renovar el sentido del culto y la misma idea de templo. Invita a destruir el templo, porque él lo reconstruiría en tres días. Los judíos entendían que se trataba del templo material, el magnífico templo que levantó uno de sus reyes más grandes. Pero puntualiza el evangelio: “Él hablaba del templo de su cuerpo”.
Hay que destruir el concepto de un templo material para reconstruir el templo vivo y espiritual, que somos cada uno de nosotros por el Bautismo. Cada hombre es imagen de Dios y por el Bautismo somos templos vivos del Espíritu. Hay que acabar con los falsos sacrificios, para conseguir un culto en espíritu y verdad, que salga del corazón. Dios no quiere ritos sino corazones convertidos que le llamen Padre y vivan como auténticos hijos de Dios.
Esta es la gran enseñanza de este pasaje del evangelio. Y Jesús emplea la fuerza para dejar bien grabada esta enseñanza. No es un látigo de odio, es un látigo de amor.