
El Misterio de Dios siempre nos supera. Es fácil descubrir un Dios Padre, Creador de todo, que nos envía a su Hijo Jesús para salvación de todos. Es aún más fácil reconocer a su Hijo Jesús, Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien, que murió por nosotros y que resucitó al tercer día, subió al cielo e intercede por nosotros delante del Padre.
Pero quizás es algo más difícil entender al Espíritu Santo: la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por ello, al Espíritu se le ha presentado como «el gran desconocido» para muchos cristianos. Es necesario pues, acercarnos a la Persona del Espíritu para que nuestra fe en este misterio insondable sea «una fe acabada». Cuando signamos nuestro pecho «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu», estamos haciendo profesión de fe en Dios. Un Dios, uno y trino, cuyo misterio no abarcamos sino desde el amor.
Hoy es Pentecostés, fiesta del Espíritu. Es una fiesta de alegría en la Iglesia: si el domingo pasado celebrábamos la Ascensión de Jesucristo, la vuelta de Jesús a la casa del Padre, hoy celebramos con gozo que Jesús no nos dejó solos: el Espíritu de Jesús, está entre nosotros y alienta los pasos de la Iglesia.
Por sus frutos los conoceréis, nos dice Jesús en el Evangelio. Y este dicho se ha convertido casi en un refrán popular. Podemos acercarnos más a un conocimiento del Espíritu a través de sus frutos y dones. Los «dones del Espíritu Santo» son siete, número de plenitud:
El primero don es el de la «sabiduría»: no se trata de erudición sino de saborear la grandeza infinita de Dios, su amor que sobrepasa todo poder. El segundo es el don del «entendimiento»: se refiere a la penetración de los misterios de vida: saber ver el correr de las cosas con sentido, el por qué profundo de lo que acontece. El tercer don es el de «consejo»: hace referencia a la prudencia del sabio que sabe hablar y callar a tiempo, y actuar consecuentemente. Que valioso es el buen consejero.
El cuarto don es la «fortaleza»: permanecer firme y fundamentado ante la adversidad y la duda; la fortaleza requiere el sólido pedestal de la fe. El quinto, el don de «ciencia»: la humildad de descubrir en el poder del hombre el infinito poder de Dios; saber que la creación está al servicio de la persona, imagen de Dios. El sexto es el don de la «piedad»: contemplación reverencial de Dios, que provoca un inmenso amor por sus criaturas.
Y el séptimo el don del «temor de Dios», que no es el miedo ni temor ante un poder infinito y caprichoso sino un temor reverencial, de hijo a Padre, descubriendo nuestra finitud y la grandeza de Dios y su absoluto poder para amar.
Ante un embajador con tales dones, también nosotros exclamamos: ¡Espíritu Santo, ven! Inunda a tu Iglesia con tus dones.