
Los ídolos brotan como los hongos. En la Eucaristía de hoy, vamos a gritar con el Salmo: El Señor, sostiene mi vida. Es un grito de fe. Poner a Dios como el único Absoluto: primero a todo y a todos. Sólo desde la primacía de Dios, adquiere su justo orden el resto de las cosas: primero el hombre, y luego todo lo demás. Incluso el dinero, que no es otra cosa que un medio al servicio del hombre.
Pero cuando los medios se convierten en fines, surgen los ídolos: la política, el dinero, el sexo… son simplemente medios al servicio de la felicidad del hombre. Pero los convertimos en absolutos, ocupando el lugar de Dios, aprisionando al hombre. Y los «pequeños dioses» se convierten en tiranos que alteran el orden natural de la vida. Hoy, se puede decir que ídolos como el dinero o el sexo están degradado al hombre: se confunde vivir la ganancia recta, con la explotación desvergonzada del hombre; se suple el amor expresado en una sexualidad sana con la satisfacción puramente instintiva ocultando el rostro de las personas.
El dinero y el sexo, son hoy los grandes ídolos, «nuevos becerros de oro» que se interponen entre el verdadero Dios y su creatura, para justificar desde un «dios hecho con nuestras manos», nuestras propias inconsecuencias y pecados.
Teóricamente, entendemos la radical incompatibilidad que denuncia Jesús, cuando nos grita: No podéis servir a Dios y al dinero. No podemos, al mismo tiempo, vivir esclavo de un bienestar económico egoísta y escuchar sinceramente las exigencias de un Dios que es Padre predilecto de los más pobres y nos llama a estar cerca de los más necesitados. No creemos que estemos tan esclavizados por el dinero sino sencillamente que nos preocupamos de asegurar las necesidades habituales, las más normales hoy en una familia. Incluso, tampoco terminamos de creernos que la fe exija una constante y real solidaridad con los más abandonados. ¿No es suficiente dar alguna ayuda de vez en cuando?
Y también en aras de una mala educación en el campo de la sexualidad lo hemos tirado todo por la borda y sufrimos la falta de normas y criterios claros y exigentes. Sin darnos cuenta, hemos convertido en «normalidad» lo que simplemente es «frecuente»: no porque lo hagan muchos es ya correcto y moral: nos refugiamos en la masa para eludir la propia responsabilidad.
Las claves evangélicas invierten muchas veces los valores de este mundo: quien quiera ser el primero que sea el último; quien quiera ser señor, que sea vuestro servidor. Vivir en cristiano hoy supone romper muchos ídolos, romper el molde de nuestro egoísmo para acomodarnos al molde del evangelio, que exige poner todo al servicio del amor a Dios y a los hermanos. Aunque todo esto suponga ir contracorriente, e incluso ser incomprendido.