
La vida tiene luces y sombras. Y el pueblo de Israel, en su larga historia de amor y desamor hacia Dios, también vive momentos de luz y de sombra. Coinciden con la cercanía y unión con Dios o con la separación y lejanía de la casa del Padre. Pero siempre el amor misericordioso de Dios se impone: la tiniebla es vencida y la luz nos muestra el rostro amable de Dios. Es la experiencia del pueblo que vuelve del destierro, donde marchó llorando, y ahora es guiado de nuevo, entre consuelos, a la tierra prometida.
La experiencia de salir de las tinieblas a la luz, hace gritar al salmista: ¡El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres! Es un cántico de alabanza al Dios de Israel, que vence la oscuridad de su trágica historia con la luz de la tierra prometida.
La tiniebla es una condición externa al hombre: la falta de luz exterior hace que todos seamos ciegos, aunque tengamos la capacidad de ver. Hoy nuestro mundo vive una especie de tiniebla ambiental, como una niebla baja que impide ver lo bueno, resaltar los valores que dignifican a las personas, y se esconde el Evangelio, que aparece como una bruma del pasado. Ya Jesús previno que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz.
Pero estas tiniebla ambientales, en el fondo no es sino la suma de muchas sombras personales: existen hoy muchos ciegos voluntarios… Y ya sabemos el refrán: «no hay peor ciego que el que no quiere ver».
El Evangelio de hoy, personaliza las tinieblas en un ciego de nacimiento, ciego involuntario. El pasaje lo hemos oído muchas veces: en la ciudad de Jericó, un ciego se acerca a Jesús, no es un ciego reclinado en su fatalismo, sino un ciego que quiere ver: ¡Señor, que vea! Y Jesús, ante el grito de aquel hombre, abre su poder y le brinda el milagro: ¡Anda, tu fe te ha curado!
De la tiniebla a la luz. Este es el milagro de la conversión, que es el motivo central de la evangelización. El Evangelio, la Buena Noticia, es decirles a los hombres que el Dios de la luz quiere iluminar su inteligencia; que el Dios del amor quiere llenar su corazón. Dice el Evangelio que aquel ciego, que recobró la vista, le seguía. Aquel hombre no sólo vio lo que le rodeaba sino que se le abrieron los ojos del corazón y descubrió al Mesías Salvador.
El hombre que sigue la estela de Jesús, encuentra él al Camino, la Verdad y la Vida, y convierte su andar cotidiano en un «caminar con sentido». La luz, provocada por la gracia de Dios y nuestra propia conversión, adelanta entre nosotros la presencia del Reino de Dios. Y la suma de conversiones personales es el mejor remedio para disipar las tinieblas del mundo.