El tiempo de Adviento ha cumplido su función: nos ha llevado en volandas hasta la noche de Navidad. El tiempo de preparación ha ido ablandando nuestros corazones para convertirlos en un hermoso portal de Belén. Esta noche de Navidad, estamos invitados a acoger al Niño que nace, descubriendo en sus llantos un menaje de Dios: «Yo, tu Dios, estoy más cerca de ti que nunca». Tan cerca que puedes oír mis sollozos. No son lágrimas de dolor, son gotas de alegría porque mi carne es como la tuya, débil, frágil, pero cargada de amor.
Cada Navidad, Dios vuelve a sorprendernos al ponerse a caminar al ritmo del ser humano: nace desnudo y hambriento. Y más tarde se sentará a nuestra mesa y como un invitado más compartirá la conversación y preocupaciones de nuestra vida: ¿quién nos ha dejado? ¿Quién ha venido nuevo? ¿Qué añoramos? ¿Qué deseamos? ¿Qué nos angustia y con qué nos alegramos? Dios, en la Navidad se muestra como Dios encarnado, hecho carne como la nuestra.
El relato evangélico de esta noche nos narra una escena entrañable: unos pastores admirados ante una escena aparentemente rutinaria: una madre con su hijo en los brazos, bajo la mirada atenta de un hombre bueno. Así el Misterio de Belén: la sencillez de lo sublime, la ingenua hermosura de lo más sagrado: Dios se hace hombre, nace de María, y se mezcla con cada uno de nosotros.
La noticia de Belén ha sido el anuncio más mediático para toda la humanidad. El Salmo 97, que proclamamos hoy, así lo recoge: «Los confines de la tierra han contemplada la salvación de nuestro Dios». Y reclama una réplica que alcance a toda la humanidad: «Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad». En nuestro lenguaje moderno podemos definir este anuncio como el twiter más viral de la historia de la humanidad.
Pero esta hermosa noticia del nacimiento de un Niño, tiene ya grabada en su carne la triste noticia de la muerte: el pesebre mira ya a la Cruz, y la Navidad anuncia la Pasión. Pero la fuerza de esta vida que nace en el portal doblegará definitivamente el yugo de la muerte que se alza en la cruz. El Calvario no es un trofeo de la muerte sino el pregón de una nueva vida. La Cruz no es el final de una vida que se pierde en la nada sino el anuncio victorioso de que la vida que nació en Belén es una vida que rompe los límites de lo humano y se ensancha en la infinitud de lo divino.
La Navidad es memoria viva de que Dios ha querido nacer niño, para compartir desde el inicio todas las experiencias del ser humano: llorar como un niño, perderse como un adolescente, crecer como un joven rebelde, predicar el mensaje de un mundo nuevo y dejarse arrebatar la vida por un amor ardiente por toda la humanidad. Belén mira ya a la Pascua de Resurrección: la vida que brotó en el portal nos llena a todos de vida que salta hasta la eternidad.