
JESÚS ROMPE LO POLÍTICAMENTE CORRECTO. El Evangelio de hoy nos sitúa ante la radicalidad del Reino de Dios. Jesús no es un vocero que predique un Reino que no es de este mundo porque no esté implicado en las dificultades, los gozos y las esperanzas de los hombres. El Reino de Jesús no es de este mundo porque rompe las normas generales y lo que suele ocurrir. El Reino de Dios no es «políticamente correcto».
El Reino de Jesús no es exclusivo de unos pocos: todo lo que es bueno, lo que beneficia al hombre, es signo de este Reino, aunque no se tenga un carnet de pertenencia al mismo. Jesús reclama que no se impida hacer el bien a nadie, aunque no sea de los nuestros. Y nos deja una máxima que se ha apropiado el refranero: quien no está contra nosotros está a favor nuestro.
Pero el Reino de Dios es exigente en las formas de relación: no permite que nadie, en nombre de una supuesta autoridad, o porque tiene poder y sabiduría, dañe a los sencillos de corazón: quien escandalice a un pequeño más le valdría tirarse al mar con una rueda de molino al cuello. Es un Reino abierto a los que no cuentan pero tienen un corazón grande.
Por eso, el Reino de Jesús reclama «transparencia de corazón» en aquellos que quieren seguirle: pide, incluso, que en aras de esa transparencia de corazón, se corte la mano o el pie y se saque el ojo, aquel que con uno se esos miembros de su cuerpo pueda cometer el mal. Podemos decir que la expresión de Jesús tiene algo de exageración andaluza. Pero también quiere mostrar el Maestro la radicalidad de su enseñanza: no se admiten medias tintas en aquellos que quieren ser de los suyos. Aquí, no se admiten tránsfugas.
Pero esta radicalidad del Reino no es rigidez: Jesús promete que quien haga algo bueno por uno de los suyos será tenido en cuenta: quien os dé un vaso de agua, será recompensado.
Seguir a Jesús, ser su discípulo, supone ponerse a caminar al lado del Maestro. Y nadie es mayor que su Maestro: por eso, acompasar nuestros pasos a sus pasos es aceptar su persona, apropiarnos de su mensaje. Hoy, cuando nuestras calles se llenan de emigrantes, supone también ver en sus caras el rostro de Cristo: «Darle un vaso de agua al pobre es calmar la sed de Dios». Y por añadidura tendremos recompensa.