
La fe en Jesús no es simple herencia o tradición. No se es creyente porque se ha nacido en una familia cristiana de siempre, y porque siempre ha sido así. La fe en Jesús ni es exclusiva de unos pocos ni una simple herencia. Es una riqueza abierta a todos, pero que exige un compromiso personal por alcanzarla.
Aunque, también es verdad que nosotros somos unos privilegiados porque tenemos la fe al alcance de nuestro corazón y la hemos respirado con nuestros primeros alientos. Y la vemos expresada en una historia, en una cultura y en un arte, una tradición que rezuman cristianismo.
El pueblo judío, y los primeros discípulos, creyeron que la salvación era sólo para ellos. Como pueblo escogido sobreentendían que el Mesías vendría sólo para la casa de Israel. Sin embargo, Jesús rompe los pensamientos estrechos de los que le siguen: No he venido sólo a los judíos, exclamara. Incluso reprende la poca fe de sus paisanos: Ningún profeta es bien recibido en su tierra. La reacción de éstos, «los creyentes de toda la vida», tradicionalmente religiosos es furibunda: quieren apedrearlo.
Suele ocurrir: cuando algo importante nos es dado gratuitamente y con facilidad ¡qué poco lo valoramos! Esto puede haber ocurrido con nuestra fe. El don más precioso que puede recibir un ser humano, la fe, nosotros la recibimos casi por herencia natural: vivimos en un país eminentemente cristiano; nuestros padres y amigos son cristianos, aunque muchos no practiquen; y nuestro entorno respira una cultura al menos externamente cristiana… y hemos oído hablar de Jesús desde la infancia. Esto puede provocar tal comodidad que, convencidos de que «Dios es de los nuestros», no nos esforzamos por conocerlo y por darlo a conocer: está entre nuestros contactos, pero ni le tratamos ni hablamos de él, como se habla de un amigo querido.
Las lecturas de hoy, nos dan un toque de atención. El profeta Jeremías se presenta como alguien escogido por Dios, desde el vientre de su madre, para llevar la buena noticia a los gentiles, a los extranjeros, a los de fuera. Le previene el Señor que sus enemigos pueden estar en los de su propio país, en los reyes y sacerdotes de Israel. En el mismo Evangelio nos relata el incidente de Jesús con sus paisanos, que le hará exclamar: nadie es profeta en su tierra. Tan popular que lo hemos convertido en un refrán. El rechazo de sus paisanos es el primer escalón de la calle de la amargura.
Nosotros, parte del pueblo escogido y pertenecientes al grupo de los creyentes, tenemos que revisar nuestra propia vida. San Pablo nos deja en una de las páginas más famosas de su Carta a los corintios, un guion para un examen de conciencia: si no tengo amor, no soy nada… aunque hable la lengua de los ángeles…
Hoy, los creyentes de siempre estamos llamados a ser discípulos misioneros en nuestros ambientes: salir del templo y predicar el amor de Dios y de su enviado Jesucristo, en las plazas, en el trabajo, en la familia, en el mundo… Hay que ser profetas en nuestra propia tierra.
Tuit de la semana: El profeta no es un adivino, sino quien anuncia una noticia. ¿Soy profeta de la Buena Noticia de Jesús y hablo de Él con mi propia vida?
Alfonso Crespo Hidalgo