
El profeta Isaías describe la noche de Navidad con bellas palabras: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz… porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva al hombro el principado, y es su nombre: «Maravilla de consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz». Algo grandioso parece que va a ocurrir. ¿Quién es el protagonista de esta vigilia luminosa, que nos adentra en la noche más deseada y celebrada?
La respuesta nos viene descrita en la página del evangelio que hoy proclamamos, al filo de la madrugada. El evangelista Lucas, como un periodista, nos cuenta la crónica de este acontecimiento que dividió la historia en dos: antes y después de Cristo: Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José por ser de la casa y familia de David, se puso en camino desde Nazaret a Belén, con su esposa María que está encinta. Y le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre… porque no tenían sitio en la posada.
Ya había, entonces, problema de vivienda. ¡Todo completo! No hubo para José y María sitio en la posada y tuvieron que refugiarse en un establo. Qué paradoja: ¡la Luz del mundo encerrada en una cueva, como símbolo grandioso de la Infinitud de todo un Dios encerrado en el vientre de una Virgen. Sin embargo, la pobreza del pesebre, se convierte en el signo por el que reconocer al Mesías. A unos sencillos pastores, que velaban cuidando su rebaño, se les aparece un ángel, que les dice: No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor… Y les da esta contraseña: le encontraréis recostado en un pesebre. Esta noche santa de la Navidad, es noche de contrastes: en lo más sencillo se manifiesta lo más grandioso. El pesebre es como un palacio, los pastores como unos reyes, y la Virgen es Madre que nos muestra al Hijo de Dios hecho hombre. Sólo los ojos de la fe, pueden ante tanta paradoja descubrir el Misterio: ¡Dios nace en Belén!
Hoy, Dios quiere nacer de nuevo y sigue buscando posada. No quiere palacios esplendorosos sino corazones sencillos que le abran sus entrañas. Sin embargo, cuando toca a la puerta de muchos corazones, le respondemos: ¡Todo ocupado! Incluso algunos, para eludir oír la voz dulce y maternal de María, colocamos en la puerta un frío cartel: ¡Completo!
Cada Navidad es un reclamo para cada uno de nosotros. Tenemos la posibilidad de escribir un nuevo relato, corrigiendo el de san Lucas: «vino de nuevo a los suyos y encontró la posada en muchos corazones, que se disputaban acogerle». En esta Navidad, estoy llamado a quitar de mi corazón el frío cartel: ¡Completo! Y a dar cobijo y amor al Hijo de Dios en nuestro corazón. Si sentamos al Hijo de Dios en nuestra mesa, sobre todo si venimos del mesa de la Eucaristía, la cena de Navidad se convertirá la comida más alegre del año, porque desaparecerá cualquier discordia y crecerá la armonía familiar. Cambiemos el frío cartel de ¡Completo! por uno de acogida: ¡Dios mío, qué bueno que viniste!