
La talla de un gran hombre se mide, a veces, por «saber retirarse a tiempo». Y la caída en picado de otros tantos ha sido el quererse mantener más allá de su propio cometido. Juan, el profeta que nos preparó el camino para la venida del Señor, cumple su estancia entre nosotros señalándonos al Mesías: Este es el Cordero de Dios, el Mesías, de quien os hablé. El arte ha recogido esta escena y con frecuencia, nos muestra a Juan Bautista señalando con su dedo a Cristo.
Juan, «el mayor nacido de mujer», según Jesús, ha cumplido su cometido. El precursor deja su sitio al único importante, al Señor. Sabe retirarse a tiempo y, una vez cumplida su misión, pasar al anonimato. Es la grandeza de Juan.
El Bautista nos presenta a Jesús en público. Y lo hace con una recomendación de primera clase: Este Jesús, que veis, es el Hijo de Dios, me lo ha dicho el Espíritu Santo, al que he visto bajar sobre él. Juan tiene la suficiente humildad para reconocer que todo lo que él ha hecho y predicado es simplemente provisional: Yo bauticé con agua, y el Mesías os bautizará con Espíritu Santo. Juan sólo predicó un Bautismo de penitencia y de perdón de los pecados. Jesús iniciará un nuevo Bautismo en el Espíritu, que nos hará a todos hijos de Dios.
El profeta Isaías nos describe al Mesías como la luz de las gentes, para que la salvación de Dios llegue a todos los hombres hasta el confín de la Tierra. El Mesías esperado irrumpe en la historia de la Humanidad como un reguero de luz para iluminar a los que andan en tinieblas y llevarlos al camino de la verdad. En el fondo, se trata de encontrar el norte, el buen camino, el sentido creativo de la vida, las ganas de vivir.
La Iglesia recoge el testimonio de los profetas, y por la predicación y el Bautismo se abre a una acción misionera que consiste en predicar que el Reino de Dios ha llegado e invita a todos los hombres a «bautizarse y ser hijos de Dios». Esto es, a caminar como hijos de la luz, y encontrar el camino adecuado que lleva a la felicidad verdadera, la que no depende de la oferta y la demanda del goce, sino de la permanencia del amor a Dios y a los hermanos. Sólo el amor ofrecido con generosidad genera felicidad.
Es la grandeza de nuestro Bautismo. El Bautismo nos hace hijos de Dios y convierte a los cristianos en familia divina. Para cada cristiano, su Bautismo es la puerta de la salvación, el inicio de su caminar a la luz del Espíritu y como hijo de Dios.
También nosotros como bautizados estamos llamados a dar testimonio de nuestra fe, al estilo del Bautista, y señalar que Jesús de Nazaret, en quien creemos, es el Hijo de Dios, nuestro compañero de viaje y la meta de nuestra peregrinación. Nuestra vida no es un sin sentido sino una peregrinación: Alguien nos espera al final con un amor inmenso de Padre. Juan Bautista nos ha mostrado el camino.
Alfonso Crespo Hidalgo