
La parábola del sembrador la podemos imaginar cerrando los ojos. Los recuerdos de la catequesis infantil nos prestan las imágenes: un sembrador, la semilla y las diversas tierras donde ella cae: camino, piedras, zarzas, tierra buena. Y podemos dar nombre a cada imagen. El sembrador, es Jesucristo el Señor; la semilla, la Palabra, el mensaje del evangelio; y la tierra en la que cae la semilla, soy yo. Pero aquí la imagen se abre en un abanico de posibilidades: yo puedo ser camino, piedra dura, zarza o tierra de labranza.
Y dependiendo de mí, la parábola, que es un canto a la libertad del hombre, podrá tener distintos finales: si soy camino, la indiferencia ante la Palabra me hará malgastarla o perderla; si soy roca dura, soy un entusiasta de la Palabra pero inconstante y abandonaré al primer peligro; si soy zarza, la prisa y el estrés, el gasto superfluo y la apariencia social ahogará la frescura de la Palabra; si soy tierra buena, corazón abierto y mente pronta al sí a Dios, la Palabra como la lluvia suave empapará mi corazón, lo fecundará y germinará en fruto abundante, provocado un estallido de primavera, fecundidad de la fe.
Qué hermosa es la descripción que hace el profeta y poeta Isaías sobre la fecundidad de la Palabra: como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi Palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo.
La parábola del sembrador es tan hermosa y rica de contenidos que podemos contemplarla fijándonos en la grandeza del sembrador, en la peculiaridad de su figura, en la riqueza de su vida y su historia: el sembrador es el mejor de los hombres, el Hijo de Dios. Aquel que se brinda a los ojos de nuestro corazón para que le abramos y acojamos como compañero de camino: un sembrador de esperanzas. Podemos, también, centrar nuestra atención en la semilla, en la riqueza de la Palabra, en la profundidad del Mensaje: el Evangelio predicado por Jesús, alimenta nuestra vida para sostenernos en el camino y llevarnos hasta la meta deseada, el encuentro definitivo con el Señor.
Pero, a veces la contemplación tan sólo del sembrador o de la semilla: del Maestro y de su mensaje, puede provocar que no completemos en su totalidad la parábola: que no miremos la tierra en la que cae el grano, que no nos miremos a nosotros mismos y nos sintamos implicados. Porque al escuchar esta parábola, la pregunta se vuelve hacia mí; de mí respuesta depende el final de la parábola. De mí libertad, de mi amor y fidelidad, depende que el Reino de Dios fecunde mi corazón y pueda dar un fruto que gemina en ciento por uno.
No es grandioso que yo, una simple criatura, tenga la llave de que la semilla y el sembrador tengan éxito. Es la grandeza de mi libertad. Como cristianos estamos llamados a ser testigos del éxito de esta semilla en nuestra propia vida y constituirnos también en mensajeros convencidos y comprometidos del evangelio, sembradores de la Buena Noticia.
Alfonso Crespo Hidalgo