El domingo pasado, el Señor nos dejaba un consejo: «Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora». Así, nos ponía en guardia para no ser sorprendidos en el momento más inesperado por la venida del Señor. Hoy, nos lo recuerda de nuevo san Pablo con otro aviso: «¡Qué el día del Señor no os sorprenda como un ladrón!«. Y el Maestro nos propone otra parábola, la de los talentos, que nos sitúa ante la absoluta necesidad de hacer fructificar todo don recibido de Dios, para poder presentarle al Creador, al final de nuestra vida, un balance positivo de los dones recibidos.
La parábola es sencilla: un hombre rico reparte su herencia entre sus servidores y les da a cada uno según sus capacidades. Todos negocian y le devuelven más de lo recibido, cada uno según sus posibilidades. Pero hay uno que teniendo poca capacidad, recibe poco. Y, por miedo y comodidad simplemente guarda lo recibido y no lo pierde. Pero no gana nada. No arriesga. Este siervo merece la desaprobación de su señor.
La enseñanza de la parábola es clara: todos tenemos algunos talentos, aunque sean pocos. Y a todos se nos va a pedir cuentas de qué hemos hecho con ellos. Y el juez que emitirá el juicio es un juez justo y benevolente. No pide a nadie más de lo que puede dar, pero si exige a cada uno aquello que puede, aunque sea poco.
A veces se peca contra esta parábola por exceso y por defecto. Hay quien por exceso, por soberbia, se siente con más dones de los recibidos, creyéndose poseedor y no simplemente administrador, y con orgullo se sitúan por encima de los demás y no pone sus cualidades al servicio de todos. Pero hay quien por defecto, por falsa humildad, vive como si no tuviese ningún talento, cree que no ha recibido ningún don de Dios, y por tanto no puede ofrecer nada a los demás. Esto también es pecado: a todos nos ha dado Dios algún don. Nuestra tarea es descubrirlo y ponerlo en juego.
En la Iglesia, los dones y carismas están distribuidos para el bien de todos. Tenemos que descubrir cuál es nuestra riqueza y ponerla al servicio de la comunidad. Sabiendo que Dios no exige a nadie más de lo que puede dar. Pero conscientes de que todos podemos dar algo de nosotros mismos a los demás. Pensemos brevemente cada uno de nosotros en nuestra propia parroquia y reflexionemos qué estamos aportando a la comunidad parroquial. Cuál es mi talento y cómo lo estoy ofreciendo a todos.
Del fruto de mis talentos al servicio de los demás, me pedirá Dios cuentas: ¡Hagan juego, señores! Para ganar a la muerte hay que apostar por la vida.