Hoy celebramos el último domingo del Año litúrgico. No digamos simplemente: ¡Cómo pasa el tiempo! El evangelio que se proclama hoy es un evangelio solemne: Cristo aparece como Rey del universo. La obra creada por el Padre, y sometida al hombre como señor provisional de la creación, será juzgada al final de los tiempos.
Jesús nos propone un «ensayo general» para ese Juicio Final. Y lo hace con la sencillez pedagógica de una especie de parábola final adornada de todo lujo de detalles. El escenario es grandioso: todas las naciones serán reunidas ante el trono del Rey, y el pequeño rebaño que ha seguido al pastor es puesto cara a cara ante su Señor, rodeado de ángeles.
Y el Rey comienza su juicio: colocará a unos a su derecha y a otros a su izquierda. Y pronunciará sentencia. Piropea a los colocados a su derecha: ¡Venid, benditos de mi Padre! Y maldice a los colocados a su izquierda: ¡Id, malditos al fuego eterno! La sentencia de un Juez Justo es siempre razonada y según verdad. Jesús explica el motivo de la justificación o la condena: Eres bendito, porque me diste pan, agua y cobijo, me vestiste y me visitaste cuando estuve enfermo, me aliviaste en la soledad de la cárcel. Y mereces condena porque me negaste el pan, el vestido y la medicina de tu cariño, te olvidaste de mí cuando estuve enfermo o en prisión. Y en la parte ruin de todo corazón humano surge la justificación: ¿Y cuando hicimos esto contigo, Señor?
La respuesta de Jesús nos brinda la clave de esta sorprendente sentencia: ¡Lo que hiciste con uno de estos pequeñuelos hermanos míos… conmigo lo hiciste! El pan negado al pobre, el vestido no dado al transeúnte, el olvido del enfermo porque sólo tengo tiempo para mi diversión, la repugnancia ante la cárcel, la droga o la depresión del hermano… Este pan, este vestido, la visita y el cariño no dado al hermano, se convierten en pan, vestido, visita y cariño negados al mismo Dios.
En esta perspectiva es justa la sentencia ¿verdad? Negarnos a devolverle a Dios, parte del amor que nos dio, manifestándolo en obras concretas de misericordia, es digno de condena.
Ser bendito o maldito, colocarse a la derecha o la izquierda de Dios, no depende de ideologías; la sentencia definitiva en el momento supremo de nuestras vidas se apoyará en el servicio caritativo que hayamos realizado con el prójimo necesitado, viendo en cada hermano el rostro de Dios.
Llegar al Juicio final bien dispuestos es difícil tarea, pero nos llena de esperanza lo que hemos proclamado en el salmo: El Señor es mi pastor… tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Sentirnos parte del rebaño del Señor, que guía mi vida como un Buen Pastor, es un bello pensamiento para cerrar este año litúrgico e iniciar de nuevo otro Adviento.
Alfonso Crespo Hidalgo