
Hay historias que marcan un siglo o un pueblo. Pero existe una historia que ha marcado todos los tiempos y a todas las razas y naciones, hasta dividir la historia en un antes y un después. Es una bella historia de amor. Esta historia comienza así: «Desde siempre, Dios ha querido salvar a los hombres…». Es una historia que, en el gran relato de la Biblia, comienza en el Paraíso, en el que viven felices Adán y Eva, la pareja creada por Dios, tipo y modelo de todos los hombres creados. La felicidad es fruto de que Dios y el hombre son amigos. Pero de pronto, el hombre y la mujer se revelan: quieren ser como Dios; rompen la amistad y comienzan una huida que les separa del amor de Dios. La historia puede acabar en tragedia.
Dios se resiste al fracaso, porque el Creador se niega a renegar de su obra. Se propone recomponer la historia: se mostrará como un Dios cercano y atraerá de nuevo a su criatura, al hombre y la mujer, al seno de su amor. Y diseña un plan: un Plan de salvación. Dios se acercará tanto al hombre, que se hará uno de ellos. Dios nos envía a su propio Hijo, nacido de mujer, para que restablezca las relaciones de las criaturas con su Creador, pero ahora serán unas relaciones nuevas: los hombres serán elevados al rango de hijos. Dios se nos muestra como Padre y nos llama a ser sus hijos de adopción. Es el mensaje que nos trae la Navidad, una noticia que ha dividido la historia en antes y después de Cristo.
«La Palabra se hizo carne«: así describe el evangelista la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. La palabra es lo más personal que tenemos. Su riqueza es nuestro tesoro. Podemos pronunciarla o retenerla en el sagrario secreto de la intimidad del corazón. Hacerla creativa o asesina. Es tal el poder de la palabra, que hoy mundos enteros luchan por dominarla, por ponerla al servicio de sus intereses, a veces ocultos. Dios se ha hecho Palabra para decirnos que nos ama. Y grandes hombres han prestado su ingenio para poner en escritura amorosa las palabras pronunciadas en las que Dios sigue diciendo que ama al hombre.
Pero el Evangelio nos deja una dura sentencia: «vino a su casa, y los suyos no le recibieron». Pero no solo aquella primera Navidad, sino que hoy también el ser humano sigue desoyendo el mensaje, y el rumor del mundo impide la sintonía armoniosa con Dios que se comunica. Dios se ofrece y el ser humano rechaza: viene a su casa y le cerramos la puerta. He aquí el drama de la libertad humana. Cada uno de nosotros podemos decir «no» a Dios y hacernos los sordos.
En el Nacimiento de Jesús, Dios se abaja a nosotros, nos toma en sus manos y nos levante poniendo nuestra mejilla junto a la suya, como cada padre que hace grande al hijo pequeño al tomarlo en sus brazos. Y nos susurra: «¡En mi Hijo, mi única Palabra, todos habéis sido adoptados como hijos míos. Llamadme ¡Padre!»