Los sacramentos han ido adquiriendo a lo largo de los siglos un carácter cada vez más ritualizado hasta el punto de que, a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en sus raíces y de donde arranca su fuerza significadora: su expresión de la Gracia de Dios que se concede a los hombres en estos signos.
Los cristianos llamamos a la Eucaristía la “Cena del Señor”, hablamos de la mesa del altar, los manteles… pero, ¿en qué queda ese gesto humano básico del “comer juntos” en la experiencia ordinaria de nuestras misas? ¿Realmente somos conscientes de que es Dios mismo, por medio de Jesucristo, quien nos invita a este banquete? ¿Somos conscientes de que en cada Eucaristía, actualización del Sacrificio de la Cruz, signo de nuestra salvación, la Gracia de Dios se desborda en alimento y convierte en fiesta la reunión de los hermanos?
La Eucaristía hunde sus raíces en una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es comer. El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a nosotros mismos. La vida nos llega desde el exterior, no podemos auto engendrarnos. Esta experiencia de indigencia profunda y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el Dios creador: Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado como salvador definitivo de la muerte.
Pero el hombre no come sólo para nutrir su organismo con nuevas energías. El hombre está hecho para «comer-con-otros». Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternidad.
Pero, además, la comida humana, cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta y ocupa un lugar central en los momentos festivos más importantes. ¿Cómo celebrar un nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno a una mesa? Habría que preguntarse si no han perdido nuestras eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y fiesta que, sin embargo, tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo. Una celebración digna de la Eucaristía nos obliga a preguntarnos dónde estamos alimentando nuestra existencia, cómo estamos compartiendo nuestra vida con los demás hombres de la tierra, cómo vamos nutriendo nuestra esperanza y nuestro anhelo de la fiesta final.
Cuando uno vive alimentando su hambre de felicidad de todo menos de Dios, cuando uno disfruta egoístamente distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrastra su vida sin alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede celebrar dignamente la Eucaristía ni puede entender las palabras de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”.