Tiempo ordinario (2)
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Retomamos el Tiempo Ordinario
Las fiestas de la Virgen María y de los Santos jalonan el Año Litúrgico. La piedad y devoción de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento primordial del culto cristiano. Ciertamente este culto se dirige fundamentalmente al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, reflejando el plan salvador de Dios. Pero como María ocupa un puesto singular dentro de este plan salvador, el culto cristiano dedica también una atención singular a la Virgen María. Manifestación de este culto mariano son las numerosas fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios, las bellísimas oraciones con que la tradición se ha dirigido constantemente a ella y las múltiples devociones con que el pueblo cristiano más sencillo honra la presencia y protección de la que considera su Abogada.
Los misterios de María son lecciones de vida cristiana
Cuando veneramos a María a lo largo del Año litúrgico en las distintas fiestas dedicadas a su nombre, estamos celebrando el único Misterio de nuestra Salvación, ya que la memoria de la Madre del Señor está indisolublemente unida a la obra salvadora de su Hijo. Por ello, el recuerdo de María hay que buscarlo, ante todo, en aquellos tiempos litúrgicos y en aquellas festividades del Señor que celebran un acontecimiento salvífico al que María está particularmente asociada. Esta es la importancia de los tiempos de Adviento y Navidad, de Cuaresma y Pascua, y también de Pentecostés.
La devoción popular a la Virgen María ofrece unas posibilidades extraordinarias para la educación catequética de nuestro pueblo: los misterios del Rosario, son una catequesis sencilla que nos adentra en el insondable Misterio de Dios.
La Virgen María nos deja un ejemplo primordial: la participación de la Virgen en el misterio de Cristo no es sólo la de los grandes momentos de su protagonismo (Anunciación, Visitación, Navidad, Crucifixión, pentecostés), sino la de los momentos ordinarios, en el día a día: es la experiencia de la “vida oculta de Nazaret”, en la que María vive en el anonimato de un mujer sencilla, como ama de casa, pero en atenta mirada a su Hijo, descubriendo en el hijo de sus entrañas al Hijo de Dios hecho hombre.
Claves de espiritualidad del culto a los Santos
Nos dice Francisco en Gaudete et exsultate: «Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión… Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce» (Gaudete et exsultate n. 4).
La devoción a los Santos tiene sus raíces en la Sagrada Escritura (Cf. Hch 7,54‑60; Ap 6,9‑11; 7,9‑17) y su culto, en especial de los mártires, es un hecho eclesial antiquísimo.
La espiritualidad litúrgica de la celebración de los santos en general está marcada por dos ideas fundamentales: la comunión y la veneración. Son dos palabras que salen con mucha frecuencia en las oraciones litúrgicas de las fiestas de los santos.
“Reunidos en comunión… veneramos la memoria”. La expresión es del canon romano de la Misa. Y resalta estas dos ideas fundamentales: la comunión y la veneración. En Cristo Resucitado, la Iglesia en su unidad esencial es la comunión del cielo y de la tierra. La memoria de los santos explicita esa comunión que es compañía, vida en el mismo principio vital de la gracia, promesa de ser lo que ellos ya son en plenitud. La Iglesia es una gran familia, de la que parte ya está en el cielo y otra, peregrinamos en la tierra. Todos formamos “la comunión de los santos”, engendrados a la vida de la Gracia por el Bautismo.
En el recuerdo o memoria de los Santos, con sus biografías a veces enriquecidas por la devoción popular, conmemoramos los nombres nuevos de la gloria, y sus rostros, transfigurados por la luz de la eternidad. En ellos, la Iglesia revive su historia de salvación y recibe el reflejo del esplendor de su santidad. La historia ejemplar de sus hijos, la santidad de su vida, reflejo de la santidad de Dios, el único Santo, hace a la Iglesia más santa.
La justa relación con los santos no es de adoración (sólo se adora a Dios) sino de veneración, que se traduce en amor respetuoso, admiración de sus virtudes, culto a su imagen como signo de la santidad. Pero todo ello, nos remite al gran Misterio de Dios.
Cuando contemplamos a los santos, ellos nos remontan y nos llevan a la contemplación del rostro de Dios. No son los Santos el fin de nuestra devoción, sino que desde ellos, con su ayuda, nos acercamos más al amor primordial de Dios Padre, en Jesucristo y bajo la luz del Espíritu.
Hay tres palabras clave que la Iglesia nos propone en el prefacio I de los santos, para orientar nuestra devoción: imitar su ejemplo, pedir su ayuda, compartir su destino.