Oigamos el relato de los Hechos de los Apóstoles, que inspira este tercer Misterio glorioso: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban, y se les aparecieron como lenguas de fuego que se repartían y posaban sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse» (Hch 2,1-4).
«No os dejaré huérfanos»: el Espíritu, María y la Iglesia
Pentecostés es la fiesta del Espíritu. Después de la Ascensión de Jesucristo, la vuelta de Jesús junto al Padre, Pentecostés nos recuerda con gozo que no estamos solos: el Espíritu de Jesús, está entre nosotros y alienta a la Iglesia. La venida del Espíritu Santo, inaugura la etapa de la Iglesia. También María está presente en la hora de la Iglesia. La Virgen que concibió a su Hijo «por obra y gracia del Espíritu Santo», como proclamamos en el Credo, ahora congrega a los discípulos y amigos de su Hijo, quitando de su corazón el miedo. Reunidos junto a la Madre de Jesús en el Cenáculo (cf. Hch 1,14), por obra del Espíritu, «engendra a la Iglesia» con la generosidad de su fe, colaborando en la misión de su Hijo. Por ello, es también Madre de la Iglesia.
En el Credo profesamos: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica…». La unidad de estos dos artículos manifiesta la unidad fundamental del Espíritu Santo y la Iglesia. Sólo podemos comprender el misterio de la Iglesia a la luz del don del Espíritu: la Iglesia es criatura del Espíritu. Él es el alma de la Iglesia porque infunde en ella la santidad, la guía a la verdad completa y es la fuente de todo su dinamismo apostólico.
Los dones y los frutos del Espíritu
Nuestra vida cristiana está llamada a «obedecer» al Espíritu, a dejarse iluminar por él, para ser de verdad «hijos de Dios» (cf. Rom 8,14) y poder «caminar y vivir según el Espíritu» (Rom 8,4-5). Para ser fieles a esta vocación, el Espíritu sale a nuestro auxilio con sus «siete dones»: la «sabiduría», que nos invita no sólo a saber sino a saborear la grandeza infinita de Dios; el «entendimiento», que nos da la capacidad de penetrar en los misterios de Dios y de la vida con los ojos de la fe; el «consejo», que nos reviste de la prudencia del sabio: saber hablar y callar a tiempo, saber decidir con acierto, aconsejar conforme a la voluntad de Dios; la «fortaleza», que nos da firmeza ante la adversidad y la duda como fruto de una fe viva; es ayuda en la perseverancia, una fuerza sobrenatural; la «ciencia», como medio para descubrir, en el poder del hombre, el infinito poder de Dios: la creación está al servicio de la persona, imagen de Dios; la «piedad», que promueve la contemplación reverencial de Dios, que provoca un inmenso amor por sus criaturas; y el don del «temor de Dios», que no es el miedo sino descubrir nuestra finitud y la grandeza de Dios: solo Dios es absoluto.
La acción del Espíritu de Cristo en nuestra vida cristiana, se muestra también y, de un modo patente, en los llamados «frutos del Espíritu», enumerados por Pablo: «amor, alegría, paz, magnanimidad, afabilidad, bondad, mansedumbre, fe y dominio de sí» (Ga 5,22-23).
Dóciles al Espíritu, al ejemplo de María
En María encontramos el modelo, el paradigma de la persona «espiritual»: su vida es una aceptación incondicional de la voluntad del Padre y de la acción del Espíritu. Tras las huellas de Cristo y de la Virgen, cada creyente puede realizar en sí esta coincidencia con el Espíritu Santo. Él nos guía para llevar una vida a la altura de la vocación que hemos recibido: «vocación de hijos de Dios» (cf. Rom 8, 14-16), vocación a la santidad.
Pablo nos exhorta a «no apagar el Espíritu» (1Tes 5,19) y «no entristecer al Espíritu de Dios» (Ef 4,30). La existencia cristiana es una respuesta a la llamada del Espíritu, que en el Bautismo nos ha infundido un deseo ardiente de santidad. Sobre este deseo, auténtico «combate espiritual», reflexiona el Papa en su Exhortación Gaudete et exsultate: «No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad» (n. 32).