Dios nos ha hablado primero. A la manifestación del Misterio de Dios a los hombres, llamamos «revelación divina»: Jesucristo nos ha revelado el misterio de un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y nosotros respondemos a Dios desde la vivencia de la «vida teologal»: Dios nos da la gracia para dialogar con Él mediante el lenguaje de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor.
Una persona es creyente cuando se reconoce destinatario de la palabra, del amor y de la promesa por parte de Dios; cuando recibe su gracia y corresponde libremente en fe, amor y esperanza.
El Dios de tus padres
«Yo soy el Dios de tus padres… Yo soy, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 4,5). Esta cercanía de Dios, que se presenta no como un Dios anónimo y lejano sino como un Dios entrañablemente unido a personas, hace exclamar a los israelitas: «¿Hay alguna nación que tenga los dioses tan cerca… como está Dios de nosotros?» (Dt 4,7).
Podemos relacionarnos con Dios porque el Todopoderoso toma la iniciativa: es Él quien abre el diálogo, manifestándonos quién es. ¿Cómo podría el hombre ni siquiera imaginar a Dios si Él no se le hubiere revelado? Dios da un paso adelante y se pone a nuestra altura, se abaja a nuestra vida. A la iniciativa divina, el hombre en su libertad puede responder «o hacerse el sordo». La fe es la respuesta del hombre a la manifestación de Dios: «Yo creo en ti, Tú eres mi Dios». La fe es entrar en coloquio con Dios.
«La fe brota de un encuentro»
Benedicto XVI nos ha dejado una bello texto en su encíclica Deus caritas est: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». La esencia del cristianismo consiste en la revelación de Dios como amor. Y en el amor se sitúa la clave de las relaciones entre Dios y su criatura. Y la radicalidad del planteamiento cristiano reside en que el que ama primero es Dios, desencadenando con su iniciativa respuestas de amor, en clave de auténtica amistad, de encuentro personal.
Esta amistad entre el Creador y su criatura llega a su culmen en la Encarnación del Hijo de Dios, que nos ha enseñado a llamar a Dios Padre y «nos da a conocer todo lo que le ha enseñado el Padre y nos eleva a la categoría de amigos» (cf. Jn 15,15).
«Dichosa tú, que has creído…»
La fe de María es fascinante. La respuesta a la revelación de Dios a través del ángel es radical: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 2,38). La fe es el mayor don para cualquier criatura y su gran título. De ahí que Isabel mirando a María grite la primera bienaventuranza del Evangelio: «¡Dichosa Tú que has creído!» (Lc 1,45).
Es el mismo Jesús quien alaba, por encima de cualquier otra cualidad, la fe de su Madre. Basta recordar el muy significativo gesto de una mujer que, mezclada entre la multitud, escuchaba a Jesús. Su admiración y entusiasmo hacia el Señor la iban invadiendo. Llegó un momento en que no pudo contenerse y piropeó, a voz en grito: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron». Jesús le contestó: «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,27-28). Con esta respuesta, no es que Jesús rechazase el elogio a su Madre; lo que hizo más bien, por encima de lo que puede resultar un rechazo a primera vista, fue elevarla a un plano superior, al plano de la fe.
Dice San Agustín que «María concibió a su Hijo antes en su corazón que en su vientre»; es decir, que María concibió primero a su Hijo en su corazón por su fe y docilidad a la Palabra de Dios. Y añade, el santo, esta sorprendente afirmación: «María es más grande por su fe que por su maternidad divina». Sin duda, estas palabras representan un extraordinario elogio de la profunda obediencia a Dios por parte de María. Su «sí» a Dios es modelo de fe para todos los discípulos de su Hijo. Ella, nos ayuda a «engendrar en nosotros a Cristo por la fe», fruto de la gracia de Dios. Y podemos invocar a María como «Madre de los creyentes».