«Bajó con sus padres a Nazaret y vivió bajo su tutela. Su madre guardaba todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,51-52). Después del episodio de la pérdida en el templo, el evangelista cierra esta etapa de la infancia de Jesús con estas palabras.
Es hermoso contemplar como Jesús quiso asemejarse tanto a nosotros que se nos muestra también creciendo… pero el Evangelio nos precisa: crecía en santidad, estatura y en gracia… Podemos decir que la vida del Maestro se nos ofrece como un parábola del propio crecimiento.
¡Alegraos y regocijaos! y caminad en mi presencia
En su nueva Exhortación apostólica, Gaudete et exsultate (¡Alegraos y regocijaos!) nos dice Francisco: «Alegraos y regocijaos (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: Camina en mi presencia y sé perfecto (Gn 17,1)» (n.1).
Esta imagen del movimiento fundamenta el simbolismo del caminar humano en el orden físico, psíquico y espiritual: el hombre es un caminante, «homo viator», siempre en pos de nuevas metas, de plenitud. Esta visión dinámica del hombre es profundamente bíblica. No caminamos sin rumbo sino que vivimos la vida ante Alguien, que nos llama a desarrollar su proyecto sobre nosotros: «llegar a ser santos, como nuestro Padre celestial es santo».
¿Y qué es la santidad? La respuesta en las bienaventuranzas
Oigamos al Papa, en Gaudete et exsultate: «Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3- 12). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: ¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?, la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas. La palabra feliz o bienaventurado, pasa a ser sinónimo de santo, porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha» (nn. 63-64).
La «normalidad de la santidad»
Coloquialmente, nos dice Francisco: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios…» (Gaudete et exsultate n. 7).
Aspirar a ser santos no es un acto de soberbia sino un acto de justicia. El Hijo quiere parecerse a su Padre, y nosotros, hijos de Dios, queremos configurarnos con Él. En realidad, este parecernos a Dios, no llegará nunca a su plenitud, es una condición del «caminante». Pero no es repudiando nuestra finitud como nos salvamos, sino aceptando nuestros límites y colmándolos con la gracia, que se expresa en amor y perdón de Dios. Dios nos concede, «gracia tras gracia» (cf. Jn 1,1-18), para que nosotros respondamos con nuestra fidelidad débil y humilde, dejándonos llevar por la mano de Dios y los ejemplos de sus mejores hijos.
María, maestra acreditada de santidad
Ahora, al final de estas reflexiones, queremos pedirle a María sus «últimas clases». María nos guía como maestra espiritual por el camino de la santidad. Como dice Francisco: «Ella vivió como nadie las bienaventuranzas de Jesús… es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…» (Gaudete et exsultate, n. 176)
Nos ofrece cinco pistas, desde su propia experiencia y las enseñanzas de la Iglesia. Son lecciones de madre: de María y de la Iglesia. Nos ayuda a crecer en santidad: el contacto con la Palabra de Dios; unir Eucaristía y Caridad; la fuerza animadora de la oración; vivir con gozo en la Iglesia y la familia como escuelas en las que aprender a celebrar y vivir la fe.