María es una mujer «profundamente religiosa». Como observante de la Ley, María quiere cumplir todo lo prescrito. Se acerca al templo: «cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como prescribe la ley del Señor» (Lc 1, 22-23). En la entrada son sorprendidos por una pareja de ancianos. Son Simeón, «hombre justo y piadoso al que el Espíritu Santo había revelado que no moriría sin ver al Mesías enviado por el Señor» (Lc 2,25-26); y Ana, «una profetisa, muy anciana, que no se apartaba del templo, dando culto a Dios (Lc 2,36-37). Dos ancianos venerables que mantenían la esperanza de ver al Salvador.
«Mis ojos han visto al Salvador»
El anciano Simeón, reconoce al Hijo de Dios en los brazos de aquella sencilla pareja, María y José, que se acercan al templo para cumplir la tradición. Y exclama lleno de gozo: «Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo morir en paz, porque mis ojos han visto al Salvador…». El anciano ha cumplido el anhelo de su vida, considera ya terminada su tarea en este mundo. Toda una vida esperando contemplar al autor de la Vida.
Pero el anciano, con voz profética, nos presenta a todos a aquel niño, en manos de una mujer de pueblo, acompañada de un trabajador sencillo: «Él es el Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,31-32). Simeón se convierte, así en profeta de la Buena Noticia.
Otra anciana, Ana, acompaña al viejo Simeón contemplando la escena con admiración. Ella, que pertenece al resto de los sencillos de corazón descubre, con intuición femenina, que es testigo privilegiado de un momento culminante de la historia: sus ojos ven, a través de los ojos y las palabras de Simeón, la presencia de Dios en medio de su pueblo. Y por ello, exultante de gozo «se puso a dar gloria a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén», esto es, la salvación de todos los hombres.
«Y a ti, una espada te atravesará el alma»
Dios colma todas las ansias de esperanza de los hombres. Pero la esperanza y el don que la acompaña, la alegría, no pueden esconder el dolor y el sufrimiento. Pero sí dan una fuerza interior para vivirlos con paz, para afrontarlos como fruto del pecado que ha sido vencido por Jesucristo. Es el ejemplo de María que vivió el dolor desde el inicio, al compartir el sufrimiento del Hijo de Dios. El anciano profeta vaticina a María: «Este niño será signo de contradicción… y a ti misma Una espada de dolor atravesará tu corazón» (Lc 2,34-35). La joven Madre, «conservándolo todo en el corazón», cumple con la Ley y vuelve a casa, cargada de esperanza para combatir el dolor profetizado.
El dolor es un compañero de viaje para todos. Un dolor sutil, pero frecuente entre nosotros, una espada que atraviesa muchos corazones es la soledad y la falta de esperanza. Esta fiesta de la purificación de la Virgen – la fiesta popular de las Candelas– es un canto a la esperanza y un deseo de romper todas las soledades.
En el templo, contemplamos la gloria de Dios
A la vez, la sencilla reunión que se desarrolla en el atrio del templo es un canto a la ruptura de todas las soledades: contemplando al Niño, desaparecen la soledad de Simeón y Ana; con el Niño en sus brazos María y José se ven acompañados por los más humildes y sencillos, que cantan las alabanzas de su Hijo: ellos, que se acercaron al templo en el mayor anonimato son descubiertos como portadores de la mejor noticia: «Dios está entre nosotros».
María, en este episodio, se nos muestra como «Madre de la esperanza». Dios sigue colmando todas las ansias de esperanza de los hombres. Las profecías de Simeón abren el camino de la esperanza porque ya la anticipan: «¡He visto al Salvador!», nos dice el anciano. Dios ha cumplido su promesa y el porvenir del hombre tiene un horizonte. A veces, nuestra mirada turbia nos convierte en agoreros de catástrofes y nos impide descubrir los signos de la presencia de Dios. Como al viejo Simeón, Dios sale a nuestro encuentro en la debilidad de un Niño, para que le veamos como nuestro Salvador. Viéndole a Él, se renueva en nosotros la esperanza para abordar con coraje, uno a uno, nuestros problemas. Quien en el templo se encuentra con Dios, sale de él con deseos de comunicar esta Buena Noticia.