El gran santo místico Juan de la Cruz nos habla de las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- como de tres hermanas que siempre van juntas. El alimento y crecimiento de cada una de ellas, redunda en las demás y, a la vez, el debilitamiento de alguna debilita la vida espiritual del creyente. Afirmamos: «quien cree, espera; quien espera ama; quien ama acrecienta la fe y tiene razones para la esperanza».
La esperanza «tira» de la fe y del amor
Un pensador francés, Pèguy, nos sugiere con lenguaje poético unas claves para entender la más frágil de las virtudes teologales y, hoy, la más necesaria. El poeta, siguiendo la tradición del gran místico nos habla de las tres hermanas y dice: «Por el camino empinado, arenoso y estrecho, arrastrada y colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores (la fe y la caridad), que la llevan de la mano, va la pequeña esperanza, y en medio de sus dos hermanas mayores da la sensación de dejarse arrastrar como un niño que no tuviera fuerza para caminar. Pero, en realidad, es ella la que hace andar a las otras dos, y la que las arrastra, y la que hace andar al mundo entero. Porque en verdad no se trabaja sino por los hijos y las dos mayores no avanzan sino gracias a la pequeña».
Las tres virtudes se acompañan, pero quizás sea la esperanza la que da el tono al caminar del hombre: cuando la esperanza se debilita, se oscurece la fe y el amor se vuelve anémico. La esperanza henchida vuelve la fe aguerrida y el amor dinámico y entregado.
Muchos creyentes sinceros de hoy necesitamos confortar nuestra confianza en el Señor. Descansar en Dios, arrojar en El nuestras ansiedades, resulta bienhechor. Saber que por muy hundidos, por muy enredados, por muy cercados, por muy alejados de El que nos encontremos, El no nos abandona nunca.
Jesucristo, garantía de nuestra esperanza
Esperamos algo que ya hemos recibido en parte. El Dios que se nos revela en Jesucristo no es simplemente el Dios «que cumplirá, sino el Dios que ha cumplido». Dios nos ha mostrado definitiva e insuperablemente su fidelidad en su Hijo Jesucristo. En la historia personal y singular de Jesús, Dios ha cumplido su promesa (cf. Hch 13,32-33) y nos ha mostrado su fidelidad (cf. 1Cor 15,20): «Si Dios está por nosotros ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros ¿cómo no nos dará todo gratis con Él?» (Rom 8,31-39).
La esperanza cristiana es la virtud que alienta nuestro deseo de eternidad. La batalla fundamental se ganó en la Muerte y Resurrección de Cristo. Ahora nos toca terminar la contienda. La esperanza consiste en desear que Dios complete la obra que inició al resucitar a Jesús. Porque la Resurrección de Cristo es el verdadero fermento de la historia de todos y de la biografía de cada uno. La Resurrección del Señor es nuestra garantía de vida eterna.
María, «mujer de esperanza»
María es la Madre de la esperanza. Ella convirtió la espera amorosa del parto en una actitud de fe y de esperanza: mi hijo es el Hijo de Dios, el Salvador. Su Hijo va a colmar las esperanzas de salvación de todos los pueblos. Esto, le hace gritar de júbilo: «se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador». La alegría es el mejor efecto de la esperanza. El apóstol Pablo emparienta esperanza y alegría cuando nos aconseja: «vivid alegres en la esperanza» (Rom 12,12). Nos exhorta reiteradamente a «estar siempre alegres… porque el Señor está cerca» (Fil 4,4-5). Nos recuerda que «el Dios de la esperanza nos colma de todo gozo y paz» (Rom 15.13). Esperanza y gozo rebosante van unidos. Ambos son don de Dios.
Transmitir alegría es una de las tareas más bellas de la vocación cristiana: la esperanza, hoy, es la mejor oferta que podemos brindar los creyentes al mundo, porque quizás la esperanza sea hoy uno de los bienes más escasos. La Iglesia tiene que renovar el compromiso de transformar la sociedad en una «casa de esperanza», en colaboración con todos los creyentes y los hombres de buena voluntad. Dios Padre quiso poner a María, como madre, al cargo de esta santa casa de la esperanza. Como dijo san Juan Pablo II: «María ha de ser contemplada e imitada sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios esperando contra toda esperanza (Rom 4, 18). Ella ha llevado a su plenitud el anhelo de los pobres de Yahvé, y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios». Por ello, la invocamos como: «vida, dulzura y esperanza nuestra»