La Carta sobre el Rosario nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad hasta el extremo (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio».
En la encíclica Lumen fidei, nos dice Francisco: «la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía… el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida» (n. 44).
«¡Dios está aquí!»
Nuestra vida humana está poblada de presencias, unas visibles y otras invisibles; una cercanas y otras lejanas. A veces la presencia toma la forma de ausencia añorada, a veces de recuerdo vivo. Es el caso de la memoria de los padres que ya nos dejaron. Ellos viven en nuestra memoria, nos acompañan en su ausencia. Una manera singular de presencia, la más misteriosa y honda, es la que descubrimos en el fondo de nuestro ser: la presencia cariñosa de Dios que nos habla al corazón. El corazón del creyente es el mejor sagrario de Dios. Él, está presente en nosotros de un modo sustancial y a la vez consciente, a través de un sentimiento inefable que nos inspira fe, cobijo y acogida entrañable, esperanza, ternura y amor.
Pero, la presencia de Dios en nuestra vida histórica ha tomado cuerpo real, palpable y tangible, en Jesucristo; Dios se ha encarnado en el ámbito espacial y temporal de una Persona concreta nacida en un tiempo y en un lugar determinados: Jesús de Nazaret, nacido de María.
Revelado como Mesías, Cristo compartió nuestra vida durante treinta y tres años. Y volvió de nuevo junto al Padre, el día de la Ascensión. Pero su presencia entre nosotros le cautivó: vuelve al Padre, pero quiere quedarse de forma tangible en medio de nosotros. Y surge un milagro que es «locura de amor»; amor «hasta el extremo», nos relata el Evangelio.
Cristo, que sabe llegado el final de su vida, se encuentra en la tarde del Jueves Santo atado por unas cadenas diferentes y más fuertes que las que horas después arrojaron sobre él los soldados romanos. Son las cadenas del amor a su madre, a sus amigos, a sus discípulos, a todos los hombres: a todos aquellos por los que va a derramar su sangre. Atado como estaba, y Dios como era, realizó el milagro de quedarse en el pan y en el vino, en la sencillez de algo cotidiano y asequible. Esto es la Eucaristía, una locura de amor de un Dios que quedó apresado por el cariño que sintió por los hombres. En el himno eucaristico Cantemos al amor de los amores, decimos con fortaleza, mirando la Sagrada Hostia: «¡Dios está aquí!». Sí, en cada Eucaristía, descubrimos con los ojos de la fe, la presencia misteriosa del Señor que nos explica las Escrituras y nos reparte el Pan, como alimento para la vida eterna.
La familia, misionera de la Eucaristía
La Eucaristía hunde sus raíces en una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es «el comer». El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. Pero el hombre no come sólo para nutrir su organismo con nuevas energías. Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. Pero, además, la comida humana, cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta: ¿Cómo celebrar un nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno a una mesa? Habría que preguntarse si no han perdido nuestras eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y fiesta que tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo.
La misión evangelizadora de la familia, brota de la Eucaristía y culmina en su celebración. En torno a la Eucaristía, la familia toma más conciencia de que está llamada a ser el lugar primero donde se proclama, se escucha, se medita y se acoge la Palabra de Dios. La familia, está llamada a reconstruir la fraternidad, a «agrandar la mesa de los invitados».
María, «mujer eucarística»
San Juan Pablo II nos presenta a María como mujer eucarística: seguramente participaría con los apóstoles, en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos en la fracción del pan (Hch 2, 42). Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior.
En encíclica Ecclesia de Eucaristía, nos dice: «Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat (sí) pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino».