«Yo no encuentro delito alguno en este hombre. Pero como tenéis la costumbre de que os ponga en libertad un prisionero durante la fiesta de la pascua, ¿queréis que deje en libertad al rey de los judíos? ¡No, a ése no! ¡Deja en libertad a Barrabás! (El tal Barrabás era un bandido). Entonces Pilatos mando azotarle…» (Jn 18,38; 19,1).
El juicio de Pilatos es una escenificación del drama de la injusticia: Jesús, el hombre que «pasó haciendo el bien», es abandonado a la decisión voluble de las masas, ante la indecisión de Pilatos, que se lava las manos, en un gesto que pasará a la historia como símbolo de injusticia.
Pilatos, el hombre que juega con la verdad
A Pilatos es prototipo de un hombre de extrema actualidad: un hombre culto, pero de «pensamiento débil». En el diálogo que entabla con Jesús (cf. Jn 18,33-40), Pilatos se oculta tras la pregunta: «¿Y, qué es la verdad?». No era una cuestión filosófica sobre la naturaleza de la verdad, sino una pregunta existencial sobre la propia relación con la verdad. Era un intento de escapar a la voz de la conciencia, que ordenaba reconocer la verdad y seguirla.
Pilatos se balancea en la duda. Le inquieta la mirada de aquel hombre. Nunca nadie le había mantenido el pulso de la mirada. Intenta hacer un trato con el pueblo: «como tenéis la costumbre de que os ponga en libertad un prisionero durante la fiesta de la Pascua, ¿queréis que deje en libertad al rey de los judíos?» (Jn 18,39). El pueblo reclama a Barrabás. Y el evangelio con un laconismo extremo, aclara: «el tal Barrabás era un bandido» (Jn 18,40).
Pilatos ha descubierto, por fin, entre los judíos a los que despreciaba, a uno digno de ser tenido en cuenta: uno que le ha mirado a los ojos y no se ha avasallado. Pero no ha sido capaz de sostenerle la mirada porque ello suponía admitir la propia mentira y poner en riesgo su propio estatus social. Y termina el proceso con una sentencia: «No encuentro en él delito alguno…» (Jn 19,4). Sin embargo, Pilatos construye con su actitud un monumento a la cobardía y la injusticia: «se lo entregó para que lo crucificaran» (Jn 18,16). Entrega a Jesús maniatado, pero él queda atado a su propio destino: ¡Qué pena, que no siguió la sentencia de este Maestro!: «la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
El riesgo del cristiano de hoy: refugiarme en la masa
Hay momentos en los que todos nos escondemos en la masa de la gente. Incluso yo, ahora, al emplear el plural, quisiera como excusarme. No, en singular: yo, tú, ¡nos ocultamos en el anonimato del egoísmo! Y cogemos el látigo de la indiferencia y golpeamos. También nosotros escogemos a Barrabas, porque a éste podemos mirarle a la cara: es tan pecador como yo y ¿de qué podrá acusarme? Pero el Hijo de Dios, el rostro más amable de la historia, con sólo mirarme denuncia mis planes ocultos, que con tanta frialdad disimulo entre la oscuridad y el anonimato del «todos somos así». El día de los azotes en el Pretorio, Pilatos se lavó las manos, y con él todos los hombres de la historia, cuando no somos capaces de dar la vida por el amor a la verdad, por la fidelidad al Evangelio.
Podemos imaginar a Jesús, desde el Pretorio, con las manos atadas, pero señalando con la mirada libre del amor: tú, comiste conmigo en la montaña, cuando multipliqué el pan; tú, recobraste la vista al poner mis ojos cargados de amor en tus ojos cerrados de egoísmo; y tú quedaste limpio de lepra, cuando mi mano acarició tu llaga y mi beso restauró tu carne; y a ti, te libré de las ataduras del pecado, que te tenían tullido al borde del camino… Y a ti, a ti… Os conozco a todos, porque el amor tiene ojos ocultos que rompen las distancias. También se encontraría con los ojos de su Madre. Y vería en ella la mejor compañía a su dolor.
Via Crucis: Madre de Dolores
María está profundamente unida al dolor de su Hijo, ella fue «testigo protegido» por el amor del Padre para aliviar el amor del Hijo. Contemplando la escena, María comenzaría también su propio Via crucis. Y la primera pregunta que ahogaría su garganta sería, levantando los ojos, dirigida al Padre: «¿Por qué callas?» En este momento a María «se le cae el mundo encima» y no entiende… Sin embargo, descubre su lugar: junto al Hijo siempre, pero sobre todo en el dolor y la soledad.
El Directorio sobre la piedad popular y la liturgia nos deja una emotiva reflexión: «Así como en el plan salvífico de Dios (cf. Lc 2,34 35) están asociados Cristo crucificado y la Virgen dolorosa, también los están en la Liturgia y en la piedad popular. Como Cristo es el hombre de dolores (Is 53,3)… así María es la mujer del dolor, que Dios ha querido asociar a su Hijo, como madre y partícipe de su Pasión». Qué bien lo ha entendido el pueblo sencillo cuando la proclama: «¡Nuestra Señora de los Dolores!».