«Jesús, llevando a hombros su propia cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado La Calavera, que en la lengua de los judíos se dice Gólgota» (Jn 19, 16-17). Jesús, con la Cruz a cuestas, camino del Calvario, se adentra en la calle más famosa del mundo: la calle de la Amargura. Esta vía de dolor ha quedado en la memoria de la humanidad como un camino cargado de emociones: caídas, un cirineo forzado, unas mujeres que lloran, una buena mujer que enjuga el sudor, una madre que sufre…
La piedad popular ha querido narrar pedagógicamente el duro drama de esta calle, dividiendo el largo recorrido en catorce estaciones. Como si el dolor necesitase descanso.
Un cambio en la historia
El momento en que Jesús de Nazaret cargó con la Cruz para llevarla al Calvario, marcó un cambio en la historia de este suplicio. De ser signo de muerte infame, reservada a las personas de baja categoría, se convierte en llave maestra de salvación. Con su ayuda, de ahora en adelante, el hombre abrirá la puerta de las profundidades del misterio de Dios. Por medio de Cristo, que acepta la Cruz, instrumento del propio despojo, los hombres sabrán que «Dios es amor». Amor inconmensurable: «Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
Esta verdad sobre Dios se ha revelado a través de la Cruz. ¿No podía revelarse de otro modo? Tal vez sí. Sin embargo, el Padre ha elegido la Cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre sus hombros, la ha llevado hasta al monte Calvario y en ella ha ofrecido su vida. En la Cruz está el sufrimiento, en la Cruz está la salvación, en la Cruz hay una lección de amor. La Cruz es signo de un amor sin límites.
El sin-sentido de la Cruz: una locura
Podemos preguntarnos: ¿Qué sentido tiene la Cruz para los cristianos de hoy? La Cruz va unida al sufrimiento. Solemos decir popularmente, «estoy pasando una cruz, un calvario». El sufrimiento pertenece a la misma condición humana: no hay que buscarlo, viene. Es fruto de nuestra condición limitada y la participación en el pecado de la humanidad. En su Encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI nos deja unos bellos pensamientos sobre el sufrimiento como escuela de esperanza: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito». Debemos hacer todo lo posible por aliviar el sufrimiento con la justicia y el amor, pero eliminar el sufrimiento no está en nuestras manos.
El Via Crucis pertenece a la esencia humana. Dios ama la vida y la alegría, sin embargo, en la vida, dolor y gozo se acompañan siempre. Si Jesús quiso andar la calle de la Amargura fue para compartir aún más con nosotros la vida, que es una larga calle empedrada de gozos y penas, pero que tiene sentido si culmina en un dolor y una entrega por amor.
Hay que contemplar el sentido redentor de la Cruz: Cristo, al querer compartir voluntariamente el sufrimiento humano, hasta la muerte, nos abre la esperanza de que también nosotros compartiremos con Él el triunfo de la Resurrección. El Via Crucis es una devoción que se complementa con otra, menos extendida, el Via Lucis (Camino de la Luz y de la Resurrección). La primera nos lleva a la segunda. La meta no es la Cruz sino la Resurrección.
Camino de la amargura: la com-pasión de María
Una de las escenas más dramáticas de la película la Pasión de Mel Gibson, se desarrolla en la Calle de la Amargura. Jesús con la Cruz a cuestas es buscado por los ojos de la Madre, que con su mirada y su amor, sostiene el dolor y el agotamiento del Hijo. Hay un «juego de miradas» entre Madre e Hijo: el Hijo, disimulando su dolor y la Madre, con el llanto sostenido, empujando la Cruz y acortando los tiempos. En cada recoveco se encontraron, en cada esquina renovaron su amor y sus recuerdos. Los dos se acompañaron hasta la cima del dolor. El Camino del Calvario, no solo fue recorrido por Cristo. La Vía dolorosa es también el camino que María recorre, acompañando y consolando a su Hijo.
Hoy se menosprecian dos palabras hermosas: compasión y consolación. «Compasión» no es «sentir lástima», sino «padecer-con»: ponerme al lado del que sufre para aliviar su dolor, su pasión personal. Es una expresión de la mejor caridad cristiana. Y «consolación» es romper, con mi presencia, la soledad del otro, el peor cáncer de la sociedad moderna.
María es ejemplo de compasión y de consolación, con su Hijo en el camino de la Cruz, con cada uno de sus hijos en el camino de la vida, en las nuevas calles de la Amargura de tantas ciudades, compartiendo con ellos su pasión y brindándoles su consuelo.