Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. A este monte, Jesús se llevó a los discípulos más íntimos: Pedro, Santiago y Juan. Y se les revela en plenitud. Ellos ven la gloria de Dios, cara a cara: «El rostro de Jesús resplandecía como el sol», nos dice el Evangelio.
Jesús, sabe que se aproximan días difíciles para sus seguidores: el Maestro tiene que morir en la cruz. Y Jesús les quiere dar como un día de sosiego: les manifesta su gloria, para fortalecer su fe y puedan soportar las persecuciones.
«Se está bien aquí, Señor»
Pedro, Santiago y Juan, gustan de este momento y exclaman: «Se está bien aquí, Señor». Incluso proponen hacer unas tiendas para quedarse. Esta visión es una anticipación de la gloria. Y solemos decir popularmente cuando estamos a gusto, «estar en la gloria».
Pero Jesús los invita a bajar del monte. Hay que proseguir el camino hacia Jerusalén, hacia la Cruz y la Muerte. Y ellos, al haber recibido la manifestación de la gloria, están llamados a fortalecer la fe de los hermanos. Hay que seguir predicando la Buena Noticia. Toda revelación de Dios es siempre un compromiso de manifestación a los demás: un deseo misionero. No se revela Dios en su gloria para simplemente demostrarnos su poder, sino para indicarnos que, en su poder, cada uno de nosotros somos amados: esta es la gran noticia.
A nosotros, también nos ha manifestado Dios su gloria en Jesucristo: en los Sacramentos del Bautismo y la Confirmación, el Espíritu derrama sobre nosotros su gracia y nos presenta como «hijos de Dios», el título mayor que puede adquirir un ser humano. Ser hijos de Dios es merecer la gloria. Y se esta Buena Noticia somo testigos y misioneros.
«Levantaos, no tengáis miedo»
No podemos quedarnos en la gloria, gozando de la gracia recibida. Estamos llamados a incrementar la agracia: a ser santos. Pero mientras caminamos en la vida, muchas veces se oscurece el rostro de Dios: vemos a Cristo lejano, a la Iglesia con las puertas cerradas y a nosotros mismos en la mayor oscuridad.
Como los discípulos que contemplaron la Transfiguración, podemos quedar paralizados y llenos de miedo. ¿Podré responder a la gracia de Dios? ¿Estaré a la altura de la gloria a la que he sido llamado? Así nos reponde Francisco en Gaudete et exsultate: «No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad» (n. 32).
Ser hijo de Dios requiere responder a la gracia con la tarea: ganarnos el título cada día con el combate espiritual para defender en nosotros la gracia que hemos recibido.
Una nueva juventud «transfigurada»
Hay un campo misionero que preocupa e ilusiona a la Iglesia: el mundo de los jóvenes. En las familias y en las parroquias, tenemos que estar, hoy, especialmente atentos y solícitos a acompañar los procesos de fe de nuestros jóvenes: alentándolos en los momentos de duda, acompañandolos en las dificultades, felicitándoles en los momentos de esfuerzo y de éxito. Ellos, aunque a veces no lo expresen explicitamente, siguen buscando el por qué de las cosas, el sentido de la vida, el éxtasis de la gloria… aunque a veces se equivoquen.
La misma vida de los adultos cristianos es el mejor reclamo para alentar la fe de los jóvenes. Todos necesitamos dejarnos transfigurar por la luz que emana de la figura de Jesucristo. Él es el modelo perfecto que nos revela la autenticidad de lo humano: la verdadera mujer, el verdadero hombre, la verdad de la vida, el sentido de todo.
María acompañante del joven Jesús
Después de la escena de la pérdida de Jesús en el templo, siendo un adolescente, el Evangelio nos dice: «Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombre» (Lc 2,51-52). Poco sabemos de la etapa juvenil de Jesús, pero si podemos intuir la cercana compañía de su Madre en todo su proceso de crecimiento.
Maria, la Madre de Jesús es para todos nosotros un modelo delicado y cercano del amor que Dios nos tiene. Cada uno de nosotros, como hijos de María, estamos invitados a dejarnos acompañar por su amor y aprender de ella. Ella acompaña especialmente a sus hijos más jóvenes. Y les «habla a Jesús de ellos y quiere que le hablemos a Ella de nuestra amistad con Jesús». ¡Háblale -eso es orar- y pídele con confianza!