Para el cristiano hay una pregunta siempre inquietante: ¿Quién es Jesús? Nos decía san Juan Pablo II, con motivo del Gran Jubileo del Año 2000: «En el año jubilar los cristianos se pondrán con nuevo asombro de fe frente al amor del Padre, que ha entregado su Hijo para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna (cf. Jn 3,16)».
El hombre moderno, con frecuencia preso del tiempo y la superficialidad, se ha acostumbrado a ser siempre protagonista, mirándose en el espejo de sus propias obras, y le cuesta ser contemplativo y admirar la obra de Dios. Contemplar supone dirigir la mirada hacia otro, salir de sí con generosidad y premura para encontrarte en otro con agradecimiento y gratuidad. Así, podemos encontrarnos con Dios, que sale a nuestro encuentro.
La fe es una llamada a no ser espectadores complacientes de nuestra propia historia sino a contemplar la historia de la acción de Dios en nosotros. La contemplación es la cumbre de la oración, es la actitud mística por excelencia a la que todos estamos llamados. Como nos dicen los místicos: «es pasar de la nada al Todo», «alojarnos en la séptima Morada».
Y digno de contemplación solo es Dios y aquello en lo que se refleja su grandeza: la entrega de su Hijo Jesucristo para la salvación del mundo.
Cristo ayer, hoy y siempre
La Iglesia cree y proclama que la clave, el centro y el fin de la historia humana se encuentran en Jesucristo (cf. GS 10). El es, «ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8), el centro de nuestra fe, el contenido fundamental de nuestra vida cristiana. Jesucristo es Señor de cielo y tierra. Jesús por su Encarnación y Nacimiento pertenece a nuestra historia: su vida y su muerte están situadas en el marco de unos límites geográficos y dentro de un periodo de tiempo determinado. Pero, por su Resurrección de entre los muertos, Dios lo ha constituido Señor del universo y lo ha hecho Salvador de todos. No se aferró a su categoría de Dios y se abajó hasta la muerte, y Dios lo encumbró sobre todo y le constituyó Señor (cf. Fil 2, 5-11).
El «sí» de María nos acerca al Salvador del mundo
¿Cómo se introdujo el Hijo de Dios en la realidad humana? La escena de la Anunciación, nos ofrece el mensaje revelador. El ángel de Dios anuncia a María de Nazaret que ha sido escogida para ser la madre del Mesías esperado y anunciado por los profetas. María responde con un «sí» incondicional y el Hijo de Dios se hace hombre como nosotros.
Esta es una certeza maravillosa. Llena de gozo al creyente y conmueve al que no cree. Seamos lo que seamos, a pesar de nuestra ignorancia o de nuestra pobreza, podemos decir con el Concilio: «El Hijo de Dios, con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (GS 22).
Desde la Encarnación de Jesucristo la causa del hombre, de cualquier hombre, especialmente los más pobres, es la causa de Dios: así, las manos que se abren a los necesitados para responder a sus urgencias más primarias, son manos que se abren a Dios; el corazón que ama al más desvalido, es el corazón de Cristo; y negar el pan, el vestido, el agua, la compañía, la libertad a un hermano nuestro es negarlo también a Dios.
Condiscípulos de María, la «primera discípula» de su Hijo
A la pregunta que planteábamos al principio ¿quién es Jesús? sólo podemos responderle desde la experiencia: sólo quien ha estado con El, quien se ha hecho su discípulo, quien ha gustado de su amistad y de su doctrina, quien le ha descubierto como Señor, Maestro y Amigo, puede gritar como Pedro: «¡Tú eres el Hijo de Dios!»
Antes de iniciar su vida pública, Jesús se rodea de un grupo de discípulos: los llama por su nombre para que sean sus compañeros. Entre los llamados, María. Así nos lo relata Juan Pablo II: «Por medio de la fe, María seguía oyendo y meditando aquella palabra primera que le fue anunciada por el ángel. La Madre del Señor, va saboreando la doctrina de su Hijo y la Madre se convierte en discípula. María Madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la que parecía decirle Jesús ¡sígueme!, antes, incluso, de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona» .
María, maestra del Evangelio de su Hijo, nos enseña que antes que nada estamos llamados a ser discípulos. Jesús, sigue llamando al hombre de hoy, a «estar con Él», a conocerle, a amarle… porque sólo desde el amor es posible el seguimiento. Y sólo desde el seguimiento, podemos adentrarnos en el secreto de su persona, y gritar también nosotros: «¡Tú eres el Hijo de Dios!».