A la fe y la esperanza las acompaña siempre el amor. San Pablo, dirigiéndose a la comunidad creyente de Corinto, sentencia: «quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (1Cor 13,13) Lo recuerda el místico Juan de la Cruz: «¡ya, sólo amar es mi ejercicio!». Pero si hay una palabra deteriorada, ésta es la palabra amor: la hemos manoseado y vendido. Necesitamos poner rostro al amor. Y para ello, vamos a mirar a su fuente.
«Dios es amor»
En la primera Carta de san Juan encontramos una definición de Dios: «Dios es amor» (1Jn 4,8.16). Tiene todo el aire de una definición solemne, que quiere expresar directamente el ser de Dios, que se nos revela como un misterio de amor: el misterio de la Trinidad es ante todo el misterio del amor.
Desde el punto de vista bíblico, afirmar que Dios es amor, equivale a implantar en el amor toda su relación con el hombre. Y san Juan termina sacando una conclusión lógica: «Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él» (1Jn 4,16).
Los cristianos nos incorporamos por el Bautismo a este amor trinitario. El amor se convierte, pues, en el criterio último y definitivo en ambas direcciones: no hay más Dios que el Dios que ama, y no hay más creyente auténtico que el que se sitúa en ese amor y permanece en él como en una morada de donde saca fuerza, vida y sentido. El amor de Dios, derramado en su Espíritu, nos reparte sus frutos de «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5,22).
El amor, fuerza evangelizadora y predilección por los pobres
La primera exigencia del amor es proclamarlo. Evangelizar es proclamar que Dios nos busca, que quiere ser nuestro destino. Así lo expresó, de manera existencial, San Agustín: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo».
Como nos recuerda Francisco en Evangelii gaudium, una Iglesia que quiera ser fiel a Jesucristo «enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4, 18) ha de preguntarse constantemente si el Evangelio que vive, anuncia y trasmite es Buena Noticia para los pobres y marginados de la sociedad. La vivencia de la caridad será un indicativo de su fuerza evangelizadora.
Así nos lo enseña María. Desde la fiesta de bodas de Caná, María es la «portavoz» de las necesidades de los hombres: «¡No tienen vino!» (Jn 2,2) fue su demanda, forzando el primer milagro de su Hijo antes de su hora. Y como toda madre, serán los hijos más pobres y los más necesitados sus predilectos. El amor preferencial por los más débiles está inscrito en el canto del Magnificat. La Madre Teresa de Calcuta decía que la Virgen María «nos invita a hacer con los más pobres lo que ella mismo hizo con su prima Isabel: ponernos a su servicio».
Maria, maestra del amor de Dios, míranos con ojos de misericordia
La Virgen, que en Navidad llega a ser Madre de Jesús, permitiendo al amor de Dios encarnarse, en el Calvario llega a ser Madre de la Iglesia, dilatando sus entrañas de amor hacia todos sus hijos: también por esto la misericordia del Señor se extenderá de generación en generación, asumiendo en María un tinte materno.
El pueblo cristiano se identifica gustosamente con una advocación que le es muy entrañable: Madre del Amor. Al pronunciar esta advocación, el pueblo creyente, descubre en María una expresión única de la ternura y de la condescendencia y cercanía de Dios en su Hijo Jesucristo. Por eso, completa esta advocación con otra: Madre de misericordia. Muchos cristianos abrimos habitualmente nuestra intimidad y nuestro corazón a María recitando una hermosa plegaria: la «Salve popular». Ella se abre con un saludo a María: «Dios te salve, reina y madre de misericordia». Le expone confiadamente los agobios y sufrimientos de nuestra condición de seres humanos: «a ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suplicamos gimiendo y llorando». Le pide filialmente: «Ea, pues Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos sus ojos misericordiosos». Se cierra llamándola «oh, piadosa, oh clementísima Virgen María». Esta plegaria llega muy adentro, allí donde se encuentran lo más humano y lo más divino que hay en cada uno de nosotros.