El Papa ha enriquecido el rezo del Rosario con los Misterios de luz. Estos misterios nos muestran momentos primordiales de la misión de Jesús y se convierten, consecuentemente, en modelo de la actividad de la Iglesia, que sigue actuando a favor del pueblo de Dios, especialmente a través de los Sacramentos.
El primer Misterio de luz, es el Bautismo de Jesús en el Jordán: Cristo, que no tiene pecado quiere hacerse solidario con nosotros y entra en el agua del río, para ser bautizado por Juan Bautista.
Un hecho excepcional convierte en única aquella escena: ante los atónitos espectadores que asisten en el Jordán al encuentro entre Jesús y Juan el Bautista, irrumpe Dios señalando a aquel hombre anónimo como a su propio Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11). El Bautismo de Jesús es una figura y anticipo del Bautismo cristiano.
La Iniciación cristiana, tarea maternal de la Iglesia
Los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía culminan lo que se llama la «Iniciación cristiana». El término iniciación pertenece al vocabulario de la primitiva tradición cristiana y designa la introducción catequética y sacramental a los misterios cristianos con conocimiento y experiencia. Designa, pues, el proceso de la experiencia sacramental cristiana que va desde el Bautismo, precedido por el catecumenado y sus fases, a la Eucaristía, incluyendo el Sacramento de la Confirmación.
En nuestro Bautismo, Dios se sigue haciendo presente y pronuncia las mismas palabras: «Tú eres mi hijo amado». El Bautismo es para cada hijo de Dios un manantial de gracia. Pero también, una llamada a ser santo. «Bautizado, luego santo», decía el obispo de Málaga san Manuel González. El Concilio Vaticano II, sobre todo en la constitución Lumen Gentium, puso unas claves de espiritualidad nuevas. El capítulo V de esta constitución conciliar incorporó a la espiritualidad de hoy la perspectiva de la llamada universal a la santidad: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo realmente santos… Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad…» (LG 40). Francisco nos ha regalado una hermosa Carta, Gaudete et exsultate, en la que reflexiona sobre esta llamada: «Alegraos y regocijaos (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada» (n.1).
Un segundo nacimiento
Nuestro Bautismo es un «segundo nacimiento», nos da un nombre y una nueva identidad. A los que hemos sido engendrados a la vida por medio del amor de nuestros padres, las aguas del Bautismo nos vuelven a engendrar, comunicándonos la vida divina. No sólo compartimos la naturaleza de nuestros padres: somos sus hijos; también el Bautismo nos presenta como hijos de Dios: somos familia de Dios. Es el Espíritu Santo el que en cada Bautismo se presenta como padrino excepcional y susurra a cada bautizado: «tú también eres hijo amado y predilecto de Dios». Es el mayor título de un hombre: «ser hijo de Dios».
Recordamos la fecha de nuestro nacimiento; sin embargo es más difícil que recordemos la del Bautismo. Sin embargo es éste el auténtico nacimiento del cristiano: por el Bautismo somos hijos de Dios. El Bautismo es una semilla de gracia sembrada en el corazón de cada cristiano, que necesita ser regada con la tarea de la propia fidelidad. Ser hijos de Dios, apadrinados por el Espíritu, requiere vivir una vida digna de nuestra condición de cristianos. Por eso, el Espíritu «como padrino de bautismo de cada cristiano» es el encargado de alentar nuestra vida espiritual para que demos un fruto abundante.
María alienta la transmisión de la herencia de la fe
María, que fue espectadora de excepción en la vida oculta de Jesús en Nazaret, también sería una testigo más en el momento del Jordán. El Bautismo es la gran herencia de los padres a los hijos. Pero ello, reclama una familia que sea una auténtica escuela de fe, al estilo de la familia de Nazaret.
En la vida de nuestra Iglesia, la celebración del Bautismo está íntimamente unida a la presencia de los padres. La imagen de una madre sosteniendo a su hijo, bajo la mirada del padre, y acercando la cabeza a la pila bautismal es motivo de la mayor alegría para la Iglesia: se va a acrecentar el número de sus hijos.