«Crucificaron allí a Jesús y también a los malhechores, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… Entonces Jesús lanzó un grito y dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró» (Lc 23, 33-34.46).
La cúspide del dolor es la muerte: la Cruz es el final. Pero, hay muertes y muertes. Y ésta es una muerte fruto de la injusticia y del engaño. Ello provoca un dolor cargado de matices que reviste de crueldad el dolor físico, engrandeciéndolo, así como la humedad agudiza el frío. Es la muerte del Inocente, de aquel que nunca debería morir: «hemos matado al autor de la Vida» (cf. Hch 3,15)
La paradoja de la Cruz
La Cruz, un martirio horrendo para los judíos y un castigo ejemplar para los romanos, se convierte en signo de Vida para los cristianos. Por la muerte de Cristo, los cristianos podemos mirar la Cruz sin desesperación, viendo en ella el origen de la vida nueva, de la salvación de todos. San Pablo nos explica pedagógicamente la paradoja de la Cruz: «los judíos exigen signos, los griegos sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo Crucificado: escándalo para los judíos y necedad para los gentiles; pero para los llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios, sabiduría de Dios» (1Cor 1,22-24).
No es agradable mirar un crucificado. A los judíos les costaba aceptar que Dios tuviera un Hijo, Jesús, un Dios débil y humillado, anonadado; vendido por Judas, negado por Pedro, juzgado por Herodes y por Pilatos; condenado a muerte, escarnecido en la Cruz, insultado por los ladrones. De ahí que reclaman como prueba de su divinidad: «Si eres hijo de Dios, sálvate y baja de la Cruz» (Mt 27,40).
Sin embargo, porque Cristo no se bajó de la Cruz, descubrimos los cristianos, en este signo de muerte, la fuente de la vida. En la Cruz asistimos a la escena del perdón del buen ladrón, que nos representa a todos: «Padre perdónalos ¡porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34); en la Cruz oímos el grito confiado del Hijo entregándose en las manos del Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la Cruz, nos dejó su último presente: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Desde la muerte de Cristo en la Cruz, la muerte -el misterio más misterio de la vida- tiene sentido porque no es la última palabra: la muerte es sólo un instante de silencio antes de la eclosión de la Resurrección. San Pablo exhortaba a las primeras comunidades con estas palabras: «Si morimos con Él, también resucitaremos con Él» (cf. Te 4,13-18).
Cuando miramos a un Crucificado, con los brazos abiertos, estamos contemplando el mayor abrazo de Dios a la humanidad. Es el abrazo del perdón, del rescate de todos para volver a la casa del Padre, reconciliados de nuevo y con la esperanza recuperada. En este gesto de la Cruz, la parábola del hijo pródigo se reviste de la máxima grandeza. El Viernes Santo es un día dramático por la muerte del mejor de los hombres. Pero es también, ya, un día cargado de esperanza porque sabemos que el Padre le resucitará, para que el abrazo de la Cruz tome vida en un abrazo universal que nos rescata del pecado y de la muerte.
«Ahí tienes a tu Madre»
En aquel diálogo inmenso que Jesús entabla con su Padre y con la humanidad entera en la Cruz, hay un momento de donación total: mirando el desvalimiento de Juan, y el de toda la humanidad, nos brindo la mejor de las compañías: «¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,27). Y la escena concluye con un gesto solemne: «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,27). María nos pertenece: es Madre de Dios y Madre nuestra.
Son hermosas las palabras del papa Benedicto XVI, en la encíclica Spes salvi, dirigidas a la Virgen: «Desde la Cruz recibiste una nueva misión. A partir de la Cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: No temas, María (Lc 1,30)… En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: Su Reino no tendrá fin (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la Cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes… Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su Reino… guíanos en nuestro camino».