Caná de Galilea sería una aldea olvidada, si en ella no se hubiese dado un milagro: el primer milagro de la vida de Jesús (cf. Jn 2, 1-12). Todos lo recordamos, es un pasaje popular del Evangelio: María de Nazaret es invitada a una boda, quizás de un pariente, en la aldea vecina de Caná. Y su hijo Jesús acompaña a su Madre. Algunos de los discípulos de Jesús, también están sentados a la mesa. Hasta aquí algo corriente: una boda. Sin embargo, en Caná contemplamos el segundo Misterio de luz.
Convertir el agua en vino, la tristeza en alegría
Pero esta boda va a ser el pretexto para que Jesús se presente en público como Alguien distinto; aquel hijo de María de Nazaret esconde un secreto que tiene que ser revelado: es el Hijo de Dios. Y para manifestar este misterio, Jesús se va a servir de un signo, de un milagro. Un milagro forzado, porque Jesús no es milagrero: tan sólo hace prodigios cuando lo exige la fe, cuando es necesario para que los hombres conozcan la salvación que Dios le envía.
María, con sensible olfato femenino, se compadece de aquella pareja de recién casados que están a punto de hacer el ridículo: quedarse sin vino en el banquete. Y, sin exigir, María simplemente comenta a Jesús: «No tienen vino». Pero Jesús capta la indirecta y responde con una evasiva: «Mujer, mi hora aún no ha llegado»; aún no es el tiempo de manifestarme a los demás. Y María insiste y con la dulzura de una Madre pone al Hijo en un aprieto e indica con suavidad a los servidores: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5). Jesús cede ante la súplica de María. Viendo Jesús unos enormes recipientes pide que los llenen de agua. Agua que se convertirá en vino generoso y agradable. Mejor que el servido hasta ahora. Es el primer milagro de Jesús. Un milagro sencillo, fruto de una recomendación de María a su Hijo para solucionar el apuro de unos novios. Es la sencillez de lo sublime: una boda, vino, fiesta. Pero sobre todo una persona con fe que mueve al milagro: la fe de María.
El milagro del Sacramento del matrimonio
«Haced lo que él os diga», desencadenó el primer milagro. De la mano de María, queremos ahora contemplar otro milagro: el milagro del matrimonio. En cada matrimonio se hace presente el amor de Dios y se muestra la maravillosa llamada de Dios a los hombres para que sean testigos del amor. El Papa Francisco, en su Exhortación Amoris laetitia (La alegría del amor), dice: «La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia… a pesar de las numerosas señales de crisis del matrimonio, el deseo de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia» (n. 1). Y señala, también: «El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos» (n. 72).
El matrimonio es un Sacramento, un signo, una señal. Cada Sacramento nos pone en contacto con Jesucristo y, por medio de Él, con Dios. Por lo tanto, cuando una pareja quiere «casarse en el Señor» se compromete a vivir su matrimonio desde la fe cristiana y a vivirlo como Sacramento, expresión y signo del amor de Dios.
«Haced lo que él os diga»: un canto a la fidelidad
Dios es siempre fiel, aunque nosotros no lo seamos. Si el matrimonio es signo del amor de Dios, está llamado a ser fiel, incondicional, estable, para siempre, puesto que así es el amor de Dios. La vida matrimonial exige una actitud de perdón, de comprensión de la debilidad del otro, de paciencia, de estar abiertos a reconciliarse siempre. En la vida matrimonial hay momentos en los que «no hay vino» y hay que seguir bebiendo en el vino nuevo del amor de Dios. Por eso, el día de la boda, los esposos se dicen: «Yo N., te recibo a ti, N., como esposa/o y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida».
María nos invita a hacer de las relaciones de cada día una fiesta. Cuando contemplamos a María y nos impregnamos de su espíritu, se ahuyenta en nosotros la amargura, la rigidez, las imposiciones frías, el legalismo, la obstinación, las durezas… que con frecuencia impregnan nuestras relaciones. Y gustamos el néctar de la dulzura que se preocupa siempre por el bien del otro.