«Jesús caminaba por los pueblos y aldeas predicando y anunciando el Reino de Dios. Iban con él los doce y algunas mujeres que había librado de malos espíritus y curado enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que había expulsado siete demonios, Juana la mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana, y otras muchas que lo asistían con sus bienes» (Lc 8, 1-3). El evangelista resalta la presencia femenina en el cortejo del Maestro.
En este contexto, se desarrolla el siguiente episodio: «se presentaron su madre y sus parientes, pero no pudieron llegar hasta Jesús a causa del gentío. Entonces le pasaron aviso: Tú madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte. Pero El les respondió: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8,19-21). El pasaje evangélico podría pasar como una simple anécdota entre las enseñanzas de Jesús. Pero en el evangelio nada hay superfluo. Todo tiene un por qué; un simple gesto se convierte en enseñanza del Maestro.
«Escuchar es un arte»
El amor brota en nosotros cuando nos sentimos amados. El amor brota del amor de Dios. Y se cultiva en el silencio, ambiente donde nacen las actitudes fundamentales de la persona, donde crecen las experiencias vitales: el amor, la justicia, la paz, la sabiduría, el gozo, la fortaleza, el valor, la soledad, la pobreza, la gratitud. También el miedo, el terror, la tristeza, el dolor, tienen sus raíces en el silencio. Sólo se puede hablar, decir algo, desde el silencio. Sólo desde el silencio se puede suscitar en el otro la palabra de comunión, de amor. El silencio es el lugar de los diálogos más densos, cuando ya sobran las palabras: entonces, la presencia silenciosa de dos personas que se quieren es el mejor de los diálogos.
La oración, la adoración, la comunión con Dios, el temor reverente, la confianza, la fidelidad, no son posibles sin el silencio… Además, ninguna palabra es capaz de expresar lo inefable; el silencio lo puede desvelar, insinuar. El silencio es la antesala de la oración, el clima en el que brota la oración, la posibilidad de escuchar la voz de Dios en mi corazón.
Ésta es la enseñanza del Maestro en este pasaje. No se trata de un desdén hacia su madre… se trata de una alabanza primordial: «mi madre es antes que nada quien ha escuchado la Palabra». En el silencio de su corazón, ha escuchado la Palabra de Dios, la ha engendrado y la ha dado a la humanidad. Nunca un silencio, convertido en escucha reverente, ha producido tantos bienes.
La mesa de la Palabra
La Palabra de Dios está presente como fuerza vital en toda la Liturgia de la Iglesia. El Concilio nos recordó que en el presbiterio hay dos Mesas: la de la Palabra y la del Banquete. En la primera parte de la Misa, la Palabra de Dios «baja» hasta nosotros, a través del servicio del lector, que presta su voz a Dios que nos habla, a través de las lecturas. Al finalizar las lecturas, la comunidad que celebra la Eucaristía y que ha acogido la «Palabra de Dios», aclama: «Te alabamos, Señor». Grito sosegado de alabanza, de alegría, de gratitud. Después de la primera lectura, un salmista reza un Salmo, al que la comunidad responde con una breve aclamación. Es la oración de la Iglesia que «sube» hasta Dios, como respuesta a su Palabra. El que fue Cardenal de Paris, Jean-Marie Lustiger, judío y cristiano, en su precioso libro La Misa, nos dice: «recordad que San Agustín se convirtió, ya en su edad madura, gracias al canto de los salmos… El pueblo de su diócesis de Hipona se sabía los salmos de memoria… Saber de memoria no significa repetir como un papagayo, sino recordar (tener en el corazón) unas palabras recibidas de la palabra de Dios, hasta el punto de que se convierten en vuestras propias palabras… A quien se lamenta: No sé qué decir; no sé rezar, le respondo sin dudarlo: Sírvete del canto de los salmos».
La proclamación del Evangelio, que es Palabra del Señor, Palabra que «se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14) se reviste de mayor solemnidad. La asamblea se pone de pie en actitud de respeto y, por eso, al final, a la aclamación: «Palabra del Señor», la comunidad responde: «Gloria y honor a Ti, Señor Jesús». Un deseo: «Hagamos resonar la Palabra al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios».