San Juan Pablo II, en la Carta sobre el Rosario, nos introduce este nuevo misterio con estas palabras: «Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2, 3-13; Lc 7,47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia».
El Papa ha querido unir la predicación del Reino con una consideración sobre el Sacramento de la Reconciliación.
Conviértete y cree en el Evangelio
Jesús pasea por la tranquila orilla del lago de Galilea y con la autoridad de quien sabe el valor de su misión va predicando e invitando a los hombres a que se sumen a su aventura del Reino. El Maestro proclama a los cuatro vientos: «¡Está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia!». Muchos cristianos vivimos sumidos en la indolencia, en una fe de rebajas y acogemos la venida de Dios entre nosotros como si de un simple suceso se tratase y no saltamos de gozo, conscientes de que somos participes de una Gran Noticia: ¡Dios quiere salvar al hombre! Dios nos trae el cielo a la tierra y quiere incorporarnos a su aventura. Este es el gran mensaje de Jesús: que el Reino de Dios «está entre nosotros».
Jesús no quiere en su Reino una masa indolente de seguidores, sino que exige una condición para poder pertenecer al Reino de Dios: es necesario convertirse. ¡Convertíos! exclamará, siguiendo con la predicación del Bautista. Convertirse, es salir de uno mismo y volver la mirada a otra persona. Es quitar el centro de la vida de mi egoísmo y colocarlo en el amor de Dios y del hermano.
Cuando nos vamos de la casa del Padre
Cuando hablamos de pecado y de perdón, hay una parábola que viene rápidamente a nuestra memoria: la parábola del «hijo pródigo». El pecado es, antes que nada, «irnos de la casa del Padre». Es una huida hacia nosotros mismos: el egoísmo nos pone como centro del mundo. Ninguno somos buenos del todo. A veces pensamos y actuamos en contra de lo que nos dice nuestra conciencia. Cuando libre y conscientemente actuamos en contra de la Ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia, estamos cometiendo un pecado y experimentamos una dolorosa experiencia: rompemos los lazos de unión con Dios y los hermanos.
Pero el pecado nunca es la última palabra. He aquí la decisión que toma el hijo pródigo de la parábola, cuando cae en la cuenta del angustioso callejón sin salida al que su deseo de independencia y su vida egoísta le han conducido: «Sí, me levantaré y volveré junto a mi padre». Se levanta y se pone en camino: ¡vuelve a casa!
La Iglesia nos ofrece la misericordia y el perdón de Dios
Jesucristo el Señor, muerto y resucitado, vence al pecado y salva a los pecadores. Por profundas y graves que sean nuestras «ofensas», cuando nos situamos ante Dios Padre misericordioso lo que predomina es el sentimiento de que, pese a todo, el perdón y la reconciliación se ofrecen de nuevo gratis. El perdón de Dios es siempre mayor y más fuerte.
El Sacramento de la Penitencia o Reconciliación, nos recuerda nuestra condición de pecadores: estamos salvados por la muerte y resurrección de Cristo, pero siempre estamos necesitados de nuevo perdón. La misericordia de Dios se ha hecho presente y operante en Jesucristo. Y la Iglesia, fiel a su Maestro, está llamada a hacer presente y operante la misericordia de Cristo. Podemos describir a la Iglesia como sacramento de la misericordia de Cristo. Ella, por el Sacramento de la Penitencia, acoge, transmite y practica el perdón de Dios.
María, madre de perdón y misericordia
La presencia de María a los pies de la Cruz, es una imagen plástica del perdón. Ella está de pie, sosteniendo la cruz y el dolor del Crucificado. Ella escucha, de viva voz, la súplica de su Hijo amado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Ella refuerza el perdón de su Hijo con su silencio: ningún reproche, ninguna reclamación de justicia… simplemente se hace eco del perdón de su Hijo. Y al recibir, a los pies de la Cruz, al evangelista Juan como hijo: «ahí tienes a tu madre», María acoge a aquellos que han crucificado a su Hijo. Y al acogerlos, también ella los perdona. Si el mayor dolor es la muerte de un hijo, el mayor perdón es perdonar a quienes le han matado. Con razón, el pueblo ha llamado también a María con esta advocación: «Madre del gran perdón».