El Evangelio tiene una de sus páginas más entrañables en lo que podríamos titular el prólogo de la historia más grande jamás contada: es el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38). El ángel anunció a María: «Alégrate, María, llena de gracia, concebirás y darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús». La doncella de Nazaret muestra su extrañeza ante los planes de Dios: «Cómo será eso, pues no conozco varón» (Lc 1,34); y el ángel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios».
Después de escuchar la respuesta del ángel, responderá María con el mayor acto de fe: «Hágase en mí, según tu palabra» (Lc 1,38). Esta frase, como lema personal y promesa, marca la historia de María: la docilidad de María a la voluntad de Dios manifestada por voz del Espíritu Santo no es un acto de servilismo sino la expresión suprema de una libertad entregada por amor. Por ello, insistirá con otra frase rotunda: «¡He aquí la esclava del Señor!» Ella dice un «sí» rotundo al Espíritu, y nos abre, con su Hijo, la esperanza de la salvación.
Quién es el Espíritu y cuál es su misión
Quizás la Persona más desconocida de la Santísima Trinidad sea el Espíritu Santo. La palabra Dios, en el Nuevo Testamento, se reserva para designar a Dios Padre. Al Espíritu se le presenta como Espíritu de Dios. Lo que equivale a decir: Espíritu del Padre. Este mismo Espíritu derrama en cada uno de nosotros el espíritu filial. Como señala san Pablo: «No habéis recibido un Espíritu que os hace esclavos, de nuevo bajo el temor, sino un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: Abba, es decir, Padre…» (Rom 8,15-16).
El Espíritu de Dios es también el Espíritu del Hijo. Este Espíritu impregnó a Jesús desde el primer momento de su existencia, desde la Encarnación hasta la Resurrección: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros» (Rom 8,11).
María, esposa y madre: una vida bajo la sombra del Espíritu
María, ejerce de maestra y nos muestra quién es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a través de su propia historia. María se nos manifiesta como esposa y madre, que vive su vida bajo la sombra, la mirada llena de amor, del Espíritu Santo. Cuando María, la mujer adornada con la azucena de la virginidad, abre al Espíritu la morada de su corazón, el Espíritu se allega a ella y la cubre son su sombra. Del diálogo entre el Esposo y la Esposa surge el mayor milagro: «El Hijo de Dios se hace hombre y habita entre nosotros».
La Madre del Hijo de Dios, se destaca como discípula con los discípulos de Jesús en el Cenáculo aguardando la venida del Espíritu (cf. Hch 1,14). María, es punto de referencia obligado para descubrir y reconocer la fuerza del Espíritu en el corazón de los creyentes y en la comunidad eclesial que camina en la esperanza de la manifestación plena de la salvación.
El Espíritu, nos impulsa a entonar nuestro propio Magnificat
Cuando María recibió la Buena Noticia que sería la Madre del Mesías Salvador, corre a comunicarlo a su prima y confidente Isabel. Las dos mujeres se saludan e intercambian alabanzas. Le dice Isabel: «bendita tú que has creído» (Lc 1,45). Pero María levanta su mirada al cielo, y llena del Espíritu Santo, nos regala el Magnificat, canto que recoge las grandezas de Dios en su vida: en ella, han llegado a cumplimiento las promesas de Dios, anunciadas desde antiguo, y garantizadas a Abrahán y a sus descendientes para siempre.
También nosotros nos interrogamos a veces, ante las circunstancias de nuestra vida, ante las dificultades de vivir la fe en medio de un mundo que oculta a Dios y que vive como si Dios no existiera, y cuestionamos la posibilidad de la salvación: «¿Y… cómo será esto?». Hay que escuchar al Espíritu, como María. El diálogo con el Espíritu, nos impulsa a dejarnos cubrir por su sombra, a recibir sus dones y a gozar de sus frutos, que, hoy como siempre, se nos manifiestan en muchos signos de vida dentro de nuestra Iglesia. También, estamos nosotros convocados a cantar nuestro propio Magnificat: desde nuestro Bautismo, en nuestra vida hay muchas bellas páginas, escritas desde el amor de Dios y bajo la luz del Espíritu.