El evangelio narra una escena dramática: «cuando el niño cumplió doce años, subieron a Jerusalén a celebrar la fiesta, según la costumbre. Terminada la fiesta, cuando regresaban, el niño Jesús se quedo en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Estos creían que iba en la comitiva y al terminar la primera jornada lo buscaron entre los parientes y conocidos. Al no hallarlo, volvieron a Jerusalén en su busca. Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas…» (Lc 2,41-46).
Es una escena pintoresca. Casi podríamos decir que Jesús hace una travesura: suelta la mano de sus padres y se pierde. Es el quinto misterio que culmina la corona gozosa: «El Niño Jesús perdido y hallado en el templo».
La «noche oscura» de María
María no vivió una vida fácil: ya el parto fue singular, en la mayor de las pobrezas y pronto sufrió la prueba de la huida a Egipto, siendo una emigrante más. Sin embargo, ahora, cuando ya Jesús es un adolescente, va a vivir una dura experiencia: el abandono voluntario de su hijo que, tras varios días de búsqueda, aparece en medio del templo rodeado de doctores (Cf. Lc 2,41-52). A la madre le duele el abandono del Hijo, por eso le lanza una pregunta, que más bien es una queja o recriminación cariñosa: «¿por qué nos has hecho esto?»
La respuesta de Jesús es una revelación: «¿No sabías que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?» El evangelio certifica que sus padres «no entendieron lo que les decía» (Lc 2,50). Ellos conocían el misterio de su nacimiento y sabían que si nadie es propiedad de sus padres, este hijo suyo lo sería aún menos. Pero en estos años de infancia lo habían tenido tan cerca y tan sujeto a su amor que les sorprende esta reacción de cierto desaire.
María está entrenada en vivir de la fe y por la fe, desde la Anunciación, pasando por el Nacimiento y el anuncio del anciano Simeón. Ahora comienza a sentir la pesadez de la profecía: «una espada te atravesará el alma». Este episodio es una premonición del momento de la cruz, en el que contemplaría a su Hijo entregado a la voluntad del Padre, ofreciéndose en sacrificio por la salvación del mundo.
El Evangelio sigue su relato con una afirmación llena de misterio: «bajó con ellos a Nazaret, y vivió bajo su tutela. Su madre guardaba todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,51-52). María y José sabían ya que el «otro Padre», de quien su hijo había hablado, era el único que debía conducir su destino. Les pareció que su hijo hubiese crecido de pronto y se presentase como un adulto que dispone de su vida. María va tomando conciencia de quién es su Hijo: ella, volvió a Jerusalén a buscar a «su hijo» y encontró al «Hijo de Dios».
Nuestra noche oscura
El episodio del templo no es una simple anécdota. Refleja una de las lecciones capitales de la teología espiritual. La fe no es una sinfonía de claridades, es más bien una auténtica epopeya de búsqueda. El místico Juan de la Cruz nos ha dejado una profunda reflexión sobre la pedagogía de la «noche oscura» en la vida de cada creyente. No hay fe sin pruebas, no hay luz sin oscuridades. Y en el proceso de la fe, a cada uno se nos tiene reservados momentos de «no comprender» lo que Dios nos dice. Son momentos de purificación que nos preparan para poder ver con más claridad la luz verdadera. En este pasaje, María vive una auténtica «noche oscura», tan sólo esclarecida por la fe.
A veces, nuestra búsqueda de Dios se pierde en caminos confusos. San Agustín nos lo describió con palabras hermosas en sus Confesiones. Parte de una certeza: «nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».. Sin embargo, nos refiere lo tortuoso de su búsqueda. A su estilo, Agustín buscaba a Dios de verdad. Pero él mismo nos cuenta por qué no acababa de encontrarle: «¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas dentro de mí, pero yo me había escapado de mí mimo… Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y fuera te andaba buscando y, como una criatura deforme, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que si no existieran en ti serían algo inexistente».
María nos muestra cuál debe ser la actitud en momentos de debilidad y oscuridad de la fe: «conservar las cosas en el corazón» y permaneced junto a su Hijo. Esperar que, en el momento oportuno, nos explique el por qué de las cosas y nos abra los ojos como a los discípulos de Emaús. El episodio del templo es una llamada a la interioridad. En el secreto del corazón nos habla Dios y nos hace oír su Palabra y comprenderla.