«Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron en torno a él a toda la tropa. Lo desnudaron y le echaron por encima un manto de color púrpura; trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza, y una caña en su mano derecha; luego se arrodillaban ante él y se burlaban diciendo: ¡Salve, rey de los judíos!» (Mt 27,23-29).
Al dolor físico de los azotes se une ahora el dolor moral de la burla. Es un dolor más sutil y refinado: duele más en el alma que en el cuerpo. Se trata de ridiculizar. Así lo hicieron con Jesús: el rey del amor es coronado, entre burlas, con una corona de espinas. No duele la sangre, duele el descaro, la humillación.
Refugiarse en la excusa de la «tropa»
La escena alcanza mayor crueldad cuando valoramos a los protagonistas: «Jesús en su soledad» y «la soldadesca que se refugia en el anonimato de la tropa para acentuar su descaro y osadía». Se jalean unos a otros, buscando nuevos motivos de mofa: uno, le pone el manto púrpura; los otros, tejen la corona de espinas y otros –los más cultivados y conocedores de los símbolos- le colocan, como cetro de poder, una caña. El cuadro está perfectamente dibujado: estamos ante un rey, pero bien podríamos pensar que estamos ante un loco. Una parodia y un sarcasmo. Los espectadores, otra tropa desarmada, se «arman del valor del anónimo» para participar en la burla y ponerse del lado del más fuerte.
Hoy, la escena tiene plena actualidad. Hay ámbitos que jalean la burla de lo más sagrado: se manipula la figura de Cristo y se le presenta como objeto de burla. Hay grupos –refugiados en la tropa del anonimato- que, con suavidad han pasado de la indiferencia a la agresividad: no se contentan con no creer sino que necesitan atacar al personaje para programar el gran teatro de la burla y la injuria. No sólo sobre él sino sobre su obra: hoy, la Iglesia es colocada en un pretorio virtual, se le corona de espinas y se jalea un desfile de risas.
Pero no nos alarmemos, siempre ha sido así. Si fue con el Maestro ¿no lo va a ser con sus discípulos? Ya lo profetizó Jesús: «si el mundo os odia, recordad que primero me odio a mi… Recordad lo que os dije: ningún siervo es superior a su señor. Igual que me han perseguido a mí, os perseguirán a vosotros…» (Jn 15, 18-20).
«Se entregó por mí»
Ante esta situación, Jesús responde con el silencio. Se burlaban de Él gritando: ¡Viva el Rey! Y el Rey del amor, calla y, ensimismado en una profunda meditación, sigue amando, gestando en su corazón palabras de perdón. La crueldad reviste capas de finura extrema. La burla es como un acero fino que entra rompiendo la dignidad de cualquier hombre. La burla es la humillación que aplasta al caído, para que siga besando el suelo.
Hay momentos, en la vida de cada uno, que requieren revestirse de silencio: ante el drama del dolor, de la injusticia, de la muerte inesperada, del desamor más cruel, sólo el silencio tiene respuesta. Pero no es el silencio de la soledad, sino el silencio preñado de amor, como el de Cristo, que soporta todo por amor. Quién quiso amar hasta el extremo, no rehusó el dolor más denigrante del ridículo y la burla. Sólo el amor puede soportar el dolor. Porque sólo el amor tiene razones cuando la pasión hace brotar las preguntas más existenciales.
El amor, hecho silencio cargado de oración al Padre, es la respuesta a la burla de la masa. Un hombre «desarmado», derrota a la tropa armada de violencia y consigue la victoria sobre la muerte: será coronado no ya como rey de los judíos sino como «rey del universo», que con cetro de amor, nos conduce a la esperanza de una vida eterna. Al apóstol Pablo, le conmovía esta reflexión: «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).
Releyendo el Magnificat: «el que se humilla será exaltado»
Jesús, el Maestro, nos había dejado una lección práctica al vaticinar: «el que se humilla, será exaltado». Son palabras que pertenecen a esa «cultura alternativa, contracorriente» que son las bienaventuranzas y que ha descrito Francisco en el capítulo tercero de Gaudete et exsultate, como el camino hacia la santidad: «Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano» (n. 63)
En esta misma dinámica, María, discípula aventajada de su Hijo, ya nos dejó en su canto del Magnificat una sentencia similar, contemplando la acción de Dios en nosotros: «Derribó del trono a los poderosos y exaltó a los humildes». María profetizó un cambio de jerarquía de valores: la humildad antecede a la soberbia, la pobreza a la riqueza…