En los Misterios gloriosos del Rosario, encontramos una sinfonía perfecta entre la Madre y el Hijo: contemplamos el misterio de Cristo Resucitado y desde él rezamos con los misterios de María. Así, los dos primeros misterios, la Resurrección y Ascensión, miran a Cristo en su triunfo definitivo. El tercer misterio, Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, inaugura la etapa de la Iglesia. Y La fuerza del Espíritu de Dios ilumina los dos últimos misterios gloriosos, que miran a María: su Asunción a los cielos, por la fuerza y los méritos de su Hijo y la Coronación de María como Reina del mundo.
El primer día de la semana
Proclama el Evangelio: «El primer día de la semana, al rayar el alba, las mujeres volvieron al sepulcro con los aromas que había preparado, y encontraron la piedra del sepulcro corrida a un lado. Entraron, pero no encontraron el cuerpo de Jesús… Dos hombres se presentaron ante ellas con vestidos deslumbrantes… le dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,1-5).
El cristiano recibe cada mañana esta buena noticia: ¡Cristo ha resucitado! No hay por tanto motivo para el temor, sólo razones para la esperanza. «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1Cor 15,40), es el slogan del apóstol Pablo, que preside este tiempo pascual. La Resurrección es la noticia primordial y el sentido de la historia. Sin la Resurrección de Cristo, la historia sería un círculo cerrado sobre sí mismo, sin sentido y sin esperanza.
Las primeras experiencias pascuales de los testigos directos de la Resurrección, se recogen en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La alegría, junto a la caridad y el ardor misionero, se presenta como el primer fruto de la Pascua: «Les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 20).
El encuentro con el Resucitado nos devuelve la alegría, el tono vital, las ganas de vivir. Una anécdota de la Madre Teresa de Calcuta, nos puede ayudar a comprender el sentido del tiempo pascual. Preguntada por el secreto de su alegría, respondía: «Mi mayor alegría ha sido conocer a Jesucristo, naturalmente. A Él vivimos consagradas. Sin Él no seríamos capaces de hacer lo que hacemos». Y el periodista añadía: «Vi arder sus ojos como cuando atizan un brasero dormido».
Proclamamos tu Resurrección
«Este es el misterio de nuestra fe», proclama el sacerdote; y el pueblo responde con la confesión de que el misterio de nuestra fe es el Misterio de la Muerte y Resurrección del Señor: «Anunciamos tu Muerte, proclamaos tu Resurrección, ven Señor Jesús».
Un misterio no es simplemente lo que hace referencia a algo desconocido, secreto, inexplicable, sino lo que nos remite a una realidad que nos desborda por su grandeza. El misterio para el creyente no es algo que no pueda conocerse con la fría lógica de la razón, sino una realidad que al ser superior a nosotros simplemente nos sobrepasa y reclama ser aceptada por la fe, con el obsequio del amor. Por eso, ante el misterio, la actitud primordial del creyente no es la búsqueda de razones lógicas sino la contemplación de la verdad anunciada: el creyente es alguien que se fía del anuncio de otro, y nosotros creemos, porque nos fiamos de Cristo, que ha resucitado y se ha aparecido a sus discípulos, y éstos nos han trasmitido en la tradición de la Iglesia esta verdad viva: ¡Cristo ha resucitado!
El Misterio de la Resurrección del Señor, es el Misterio por antonomasia; ante él, sólo cabe inclinar las rodillas de la razón y gritar con la fuerza de la fe y el amor: ¡Cristo ha resucitado! ¡Ha muerto y ha resucitado por mí!
Alégrate, Reina del cielo
La confesión de fe es la respuesta del cristiano ante el misterio. María es maestra de fe: ella, ante el anuncio de la Encarnación del Hijo de Dios en su vientre, sólo puede aceptar el Misterio con una confesión de fe: «Hágase en mí, según tu Palabra». María, la Madre del Señor, vivió entre la tarde del Viernes Santo y la mañana del Domingo de Resurrección una segunda espera, un segundo Adviento: la Resurrección del Hijo muerto.
La actividad de María, congregando a los discípulos de su Hijo en torno al Cenáculo, es un anuncio de que Ella, «que conservaba las palabras de su Hijo en su corazón» sabía que la Resurrección era la última palabra, que la Cruz sería iluminada por la Resurrección. María es testigo eminente de la alegría de la Pascua. El pueblo de Dios la felicita con una bella oración de saludo pascual: Regina coeli, laetare aleluya!, ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya!