Aceptar a Dios como Padre es «la originalidad fundamental» del cristianismo. Cuando nos dirigimos a Dios llamándole Padre, siguiendo la recomendación de Jesús, estamos acortando las distancias del trato y ofreciendo a Dios la respuesta de nuestra fe: «Porque Tú, Padre, nos has adoptado como hijos, gracias a la intercesión y súplica de tu único y predilecto Hijo Jesucristo, yo confieso: ¡Creo en Dios Padre!».
Una fe trinitaria
Una fe cristiana, adulta y personalizada, ha de centrarse en cada una de las divinas personas. Cuando el cristiano se dirige a «Dios» sin más, termina por habituarse a un concepto abstracto de Dios, entendido como poder absoluto y sabiduría distante, muy lejano a lo que nos muestra la Biblia. Uno de los primeros libros de la Biblia ya nos deja estas bellas palabras: «¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7). Nos dice San Pablo que «mediante la fe en Jesucristo y gracias a Él, nos atrevemos a acercarnos a Dios con plena confianza» (Ef 3,12), pues nos lo ha revelado como Abba,«querido Padre», con quien es posible tener una relación entrañable de hijos, gracias al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones.
La primera experiencia humana nos une a nuestros padres, formulando las primeras palabras: papá, mamá. La primera experiencia creyente para un cristiano va, también, unida a estas palabras: conocer a Dios es poderle llamar Padre, con todo el atrevimiento y con todas sus consecuencias. Llamar a alguien Padre es situar el conocimiento en el ámbito del amor. Y, si el conocimiento lleva al amor, el amor exige llegar a un mayor conocimiento.
Dios, «Padre de misericordia»
La cualidad central del Dios de la Biblia es la misericordia. Una misericordia que se muestra, a la vez, como ternura y como fidelidad. La ternura recoge el aspecto «más maternal de Dios»: es un movimiento espontáneo de su corazón que no puede desentenderse de la obra de sus manos. La fidelidad es el «aspecto paternal»: la misericordia de Dios es una benevolencia consciente y voluntaria por la que Dios asume y acepta los vínculos que le unen con sus hijos. Se expresa en un deseo inquebrantable de no fallar, de cumplir tenazmente su promesa de salvación de todos los hombres. Así lo expresa el profeta: «Aunque los montes cambien de lugar y se desmoronen las colinas no cambiará mi amor por ti ni se desmoronará mi alianza de paz, dice el Señor, que está enamorado de ti»(Is 54, 10).
Jesús nos habla de esta misericordia de su Padre Dios con un alcance de los más humildes. Así se expresa en una de las parábolas más hermosas del Evangelio: la del «hijo pródigo» (Cf. Lc 15,11-32), o la del «padre bueno» como la designa Benedicto XVI.
María nos invita a «vivir en la presencia del Padre y hacer su voluntad»
Fiel a su proyecto y como signo de la mayor misericordia, Dios se propone salvar definitivamente al hombre. Para ello, traza un plan de salvación que pasa por enviar a su propio Hijo para anunciarnos la Buena Noticia de que Dios no se olvida de nosotros, que el Creador está dispuesto a darle otra oportunidad a sus criaturas. Dios quiere salvar al hombre, pero salvándole desde dentro, desde lo mejor de sí mismo. Por ello, quiere que su Hijo nazca de una mujer: preparó a una mujer para que fuera la madre de su Hijo. Dios hace la propuesta y recibe el sí más rotundo de la historia: «Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo… su reino no tendrá fin» (Lc 1, 30-33). Ante lo incomprensible a la razón, responde el corazón más generoso: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Es el triunfo del amor apasionado, entrañable y misericordioso de Dios. En María, Dios se acerca amorosamente a la criatura humana. Dios dice en María «sí al hombre», a pesar de toda la historia de infidelidad de éste. Y María es, también, el triunfo del amor humano, un amor libre de todo egoísmo: María es el «sí total y definitivo de la criatura a su Creador», la criatura radicalmente abierta a la voluntad de Dios.
«Hágase en mí, según tu palabra», será el lema de vida de María. Como hija predilecta del Padre, dócil al Espíritu, al mostrarnos a su Hijo, nos enseña la verdad que abre nuestra fe: «Creo en Dios Padre, todopoderoso». Y nos explica, también, que el poder de Dios se muestra en su amor: es todopoderoso para amar. Como Maestra, nos enseña que vivir la vida ante la presencia de Dios Padre, confiere seriedad a nuestra existencia. ¡No somos huérfanos que vagamos errantes por la vida; somos hijos y peregrinos de la vida en pos de una meta, que nos lleva hasta un abrazo de amor de Dios Padre que nos introduce en la eternidad!