«Se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies de los discípulos… Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 4-5.15).
El Jueves Santo, rememoramos dos gestos que brotan del amor: Jesús lava los pies a sus discípulos, instituye la Eucaristía: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). En este Jueves Santo, instituye también el Sacramento del Sacerdocio.
Dos gestos de amor: Eucaristía y servicio al hermano
Dos gestos de amor de Jesús se miran y se complementan: en la misma noche de aquel Jueves Santo, el Maestro quiso darnos la lección del servicio, representado en el gesto humilde y sublime del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20) y el gesto supremo del amor: quedarse con nosotros en la Eucaristía (cf. Lc 22,14-23).
El lavatorio de los pies es un gesto propio de los esclavos. Así se puede explicar la resistencia de Pedro: «¡lavarme los pies tú a mí!». Y es contundente la respuesta del Maestro: «si no te lavo los pies no eres de los míos». Pedro se entrega al amor del Maestro y exclama: «Señor, no sólo los pies, lávame también las manos y la cabeza» (Jn 13, 6-9). La escena termina con un mandato: «Si yo, que soy el Maestro y Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo» (Jn 13,14). También el gesto de la Eucaristía termina con un mandato: «haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). El sacerdote está urgido al servicio de estos dos gestos.
Son dos mandatos de amor, que unen amor de Dios con amor al hermano. Separar estos dos gestos es pervertir la mejor enseñanza del Maestro. Podemos decir que no hay servicio si no fluye de la Eucaristía y no hay Eucaristía verdadera si no llega al servicio. Así se entiende la anécdota de la madre Teresa de Calcuta, en su viaje a España. Un periodista le preguntó: ¿Qué le diría Vd. a tantos voluntarios que se desviven por servir a los más pobres? «¡Que celebren la Eucaristía!», respondió madre Teresa. El periodista se extrañó. Pero le faltó hacerle otra pregunta a la servidora de los pobres: ¿y que le diría Vd. a los que celebran la Eucaristía? Con seguridad, madre Teresa respondería: «¡Que sirvan a los pobres!». La celebración de la Eucaristía nos empuja a sentar al pobre Lázaro junto al rico, a la mesa del Banquete, sin que se vea obligado a alimentarse de lo que cae de la mesa (cf. Lc 16, 19-31).
La Eucaristía es invitación a todos los que están cansados y agobiados o tienen hambre y sed de salvación. Es alimento que nutre y fortalece tanto al niño y al joven que se inician en la vida cristiana como al adulto que experimenta su propia debilidad. De modo singular es viático para quienes están a punto de dejar este mundo.
María y la Iglesia sirven la mesa eucarística
María, la Madre del Señor, inicia su intercesión por nosotros precisamente con una frase singular: «No tienen vino» (Jn 2,3). En aquella boda, faltó el elemento que sirve de vehiculo de comunicación y alegría. Jesús derrocha generosidad sacando del apuro a los nuevos esposos. En la Eucaristía, el vino y el pan no faltan nunca. El Cuerpo y la Sangre del Señor están asegurados. Jesucristo el Señor no falta nunca a la cita del banquete. Pero quizás, hoy, la queja de María sea: «¡Faltan comensales!». La mesa está servida pero hay sitios vacíos. Recordad la parábola dramática del rey que prepara la boda del hijo y se encuentra que le rechazan la invitación. Les manda a sus criados: «Id, pues, a los cruces de los caminos y convidad a la boda a todos los que encontréis» (Mt 22, 8-9).
Los sacerdotes, «hombres del Jueves Santo», son los criados del Maestro, amigos y compañeros, que recogen el eco de este mandato: salid a los caminos y llenar la sala del banquete, recibid a los más desvalidos, lavarles los pies y sentarlos a la mesa del amor.
En la fiesta el papel de la madre es primordial: ella sabe distribuir los sitios, limar asperezar, conducir la conversación por el camino justo, aunar diferencias, e incluso «hacer milagros con las carencias». María, se convierte en servidora que convoca al Banquete de su Hijo, prepara la mesa y nos dice: en el signo del Pan y del Vino consagrados, mi Hijo resucitado y glorificado permanece vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentaros con su Cuerpo y con su Sangre. ¡Come, es el mejor manjar; este es el pan de vida eterna!