En los Misterios dolorosos, nos acercamos a algunos de las grandes interrogantes del hombre: el por qué del dolor y el sufrimiento; de la soledad y el abandono; el significado de la cruz y el sentido de la muerte… y una pregunta inquietante: ¿hay algo más después de la esta vida? El dolor es un misterio. Tan sólo si contemplamos el dolor del mismo Hijo de Dios, podemos tener una explicación: el dolor de Cristo fue un dolor redentor, su muerte una muerte por amor. En su dolor y muerte todos alcanzamos vida y gozo.
La soledad del huerto de los olivos
El primer misterio doloroso es la Oración en el Huerto. El Evangelio narra esta escena con un sencillo dramatismo: Jesús «llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Comenzó a sentir angustia, y les dijo: Siento una tristeza mortal. Quedaos aquí y velad. Y avanzando un poco más, se postró en tierra y suplicaba que, a ser posible, no tuviera que pasar por aquel trance. Decía: ¡Abba, Padre! Todo te es posible. Aparta de mí este cáliz de amargura. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Volvió y los encontró dormidos…» (Mc 14,33-36). En Getsemaní, Cristo, el Señor, se muestra profundamente humano: lo quiere compartir todo con nosotros, hasta la experiencia extrema del dolor más sangrante. Cristo asumirá el dolor físico de unos azotes, de una cruz y de una muerte; pero también sufrirá el dolor moral de la traición, la burla y el desprecio. El dolor es un prisma de múltiples colores.
Una forma sutil de dolor es la soledad. En Getsemaní se ofrece una lección para romper la soledad. En aquella hora en la que los discípulos más íntimos están dormidos, y Judas en sus tratos de traición, Jesús de Nazaret no puede sino dirigirse a su Padre Dios, buscando una respuesta a tanto dolor, a una soledad tan cruel, a este destino que parece se aboca irremisiblemente al fracaso. En Getsemaní se nos muestra la humanidad del Hijo de Dios; ante el dolor, se revela: «qué pase de mí este cáliz». Pero su corazón puede con todos los dolores y los abandonos, cuando levanta la mirada hacia su Padre. Al invocarlo, se rompe la soledad radical de Jesús, que nos muestra su confianza radical en su Padre, volcando su destino en sus manos y suplicando, con sudor de sangre: «Hágase tu voluntad y no la mía».
En Getsemaní, Cristo comparte todas las soledades del mundo. Y, en Getsemaní, Cristo denuncia todas las soledades del mundo. Sobre todo, denuncia la soledad extrema en la que nos sumerge el pecado, que nos aísla de Dios y nos separa de los hermanos. La muerte de Cristo es una respuesta a esta soledad extrema: entrega su vida para reconciliarnos con Dios y reconstruir la fraternidad. Getsemaní es, pues, un anuncio de la mejor compañía, cuando la mañana de Pascua el Resucitado sea reconocido como el Señor de la Vida.
«Stabat Mater»: Nuestra Señora de la Soledad
«Estaba la Madre Dolorosa, junto a los pies de la Cruz». Esta bella secuencia de la Liturgia, uno de los momentos recogidos en el arte con más asiduidad, convierte a María en Maestra del misterio del dolor. Y También en Señora de la Soledad.
La piedad popular llama con esta advocación a María. La invoca, queriendo romper la propia soledad sintiendo cercana la compañía de la madre. María es experta en romper soledades. Como el amor verdadero, como los auténticos amigos, sabe estar en el lugar preciso y en el momento adecuado. María rompe la soledad del Hijo recién nacido, arropándolo en el amor de su regazo; María protege al Hijo perseguido, en su huida a Egipto; María acompaña el crecimiento de Jesús, sin comprender incluso que su hijo tenía que ocuparse de las cosas de su Padre; María se convierte en discípula para poder seguir a su Hijo Maestro; María aparece en la soledad de las últimas horas de su Hijo: comensal, en la Última Cena; espectadora sufriente en el juicio y la condena; acompañante, cargada de amor y dolor, en la calle de la Amargura y mujer fuerte a los pies de la Cruz, sosteniendo con su amor el aparente fracaso del Mesías.
María comparte, por fin, la soledad de los primeros discípulos, reuniéndolos en el Cenáculo, aguardando la buena noticia de la Resurrección, noticia que rompe todas las soledades. María es la mejor compañera de los discípulos de su Hijo, -ahora de la Iglesia- cuando al recibir el Espíritu se convierten en los primeros mensajeros entusiasmados del Evangelio. Nuestra «Señora de la soledad, nuestra mejor compañía. Ruega por nosotros».